sábado, 1 de abril de 2017

LA MUERTE EN DIRECTO

Vivir en directo, día tras día, la decadencia de un ser querido resulta terrible; escribir sobre ello, me temo, también resulta terrible. Anoche, sin venir a cuento, mi viejo se dio un golpe terrible, no sé bien contra qué, pero quedó dañado; mi viejo sobrevuela la muerte a diario y convivir con él es como asistir, en privado, a la muerte en directo. “La muerte en directo”, del director francés Bertrand Tavernier, es sin lugar a dudas una de las películas más maravillosas que haya podido ver nunca; sobre una intrigante novela de David G. Compton, "The continuous Katherine Mortenhoe", David Rayfiel y el director, Bertrand Tavernier, escriben el guion en el que se basa esta película. Rayando los bordes de la ciencia ficción, en un futuro impreciso, la escritora por computadora (es la computadora "Harriet" quien escribe los textos en base a la programación de la autora) Katherine Mortenhoe (Romy Schneider), es elegida por el productor de la N.T.V., una cadena internacional de televisión, Vincent Ferriman (Harry Dean Stanton), para protagonizar el reality show "Death watch", "La muerte en directo", o sea televisar sus últimos días de vida para los espectadores de todo el mundo. Lo que podría ser considerado como monstruoso y bizarro, va a alcanzar altos puntos de rating, que es el objetivo de la cadena de televisión. Cuentan para ello con una cámara insertada en el cerebro de Roddy Farrow (Harvey Keitel), que transmite todo lo que ve; sólo tiene un inconveniente, no puede permanecer a oscuras; no puede dormir. Con la complicidad del Dr. Mason (William Russell), empleado también de la cadena televisiva, hacen que Katherine reciba la noticia de su próxima muerte; le quedan uno o dos meses como mucho. El Dr. Mason le provee un frasco de pastillas que la ayudarán a evitar los dolores. En ningún momento contesta a la pregunta de Katherine, ¿cuál es mi enfermedad", "la gente tiene úlcera, cáncer, todo lo que los medicamentos puedan proveer, usted sufre de impaciencia". Cuando Vincent le propone el trato a Katherine, ella lo rechaza de plano, quiere morir en el anonimato, tranquila; pero ya es tarde, ya los afiches conteniendo su rostro están por toda la ciudad: "Dead watch". Pero finalmente, un poco cediendo ante la presión de su marido, acepta el trato por 600.000 dólares. Cuando tiene la mitad del dinero consigo, van a una feria americana en el puerto, se compra una peluca y escapa; pero Vincent la ubica pronto, está en un asilo de Gatesbridge y hacia allí va Roddy. De allí en más Kate y Roddy van a vivir una serie de aventuras en el intento de Kate de desaparecer sin dejar rastros; claro, no sabe que al lado suyo tiene la presencia de la cámara continuamente. Las aventuras van a concluir en la casa de campo del ex-marido de Katherine, Gerald Mortenhoe (Max Von Sydow), cuando muchas cosas ya hayan pasado.
Convivir con mi viejo, y presenciar, día a día, su pequeña muerte en directo, es como tener instalada en el cerebro una cámara de video que va grabando todos los detalles de una experiencia extrema de la decadencia. Los viejos, llegando ya a ciertas edades (mi padre ronda ya los 94 años), deberían entender que ya no están aquí para nada interesante; deberían desaparecer de algún modo y dejar vivir a los que tienen a su lado. Los viejos deberían ser más conscientes de sus limitaciones y practicar “ubasute”. ¿Qué qué es el ubasute? El termino ubasute ("abandono de una anciana", también llamado "obasute" y a veces "oyasute", "abandono de un padre o familiar") se refiere a la costumbre supuestamente realizada en Japón en el pasado distante, por la que un pariente enfermo o anciano se lleva a una montaña, o algún otro lugar remoto o desolado, y se deja allí para morir, ya sea por deshidratación, hambre, o la exposición al frio, como una forma de eutanasia. La práctica era supuestamente más común en épocas de sequía y hambre, y a veces recibió el mandato de los funcionarios feudales. Según el Kodansha, enciclopedia ilustrada de Japón, ubasute "es el tema de la leyenda, pero [...] no parece nunca haber sido una costumbre común". La práctica de ubasute es explorada en profundidad en la novela japonesa “La balada de Narayama” (1956) por Shichiro Fukazawa. La novela fue la base de tres películas: Keisuke Kinoshita de La balada de Narayama (1958), el director coreano Kim Ki-young Goryeojang (1963), y Shohei Imamura de La balada de Narayama, que ganó la Palma de Oro en 1983.
Quizás aquellos que lean este texto estén ahora algo indignados; quizás alguno piense que estoy haciendo aquí apología del asesinato, y no andaría muy desencaminados. En general, aquellos que predican el “derecho a la eutanasia”, se referirían a una acción u omisión que aceleraría la muerte de un paciente desahuciado, con su consentimiento, con la intención de evitar sufrimiento y dolor; la eutanasia estaría asociada así al final de la vida sin sufrimiento. Yo pretendo ir un paso más lejos; yo propongo que habría que practicar la eutanasia cuando, independientemente de estar sufriendo una enfermedad terminal o no, independientemente del carácter final de nuestra vida, ya no se está aquí, en este mundo, para nada interesante, cuando ya sólo nos hemos convertido en una pesada carga para nuestros seres queridos. Llegado el caso, yo daría mi consentimiento, sin lugar a dudas, para que se me practicara la muerte en directo, el ubasute japonés, o la eutanasia occidental; y, sí, lo entiendo, uno puede tener un miedo terrible a la muerte y, entonces, resistirse a ello. Mi viejo, por ejemplo, tiene un terrible miedo a la muerte; no quiere que lo deje solo, tiene miedo de estar solo cuando le llegue su hora, y esto resulta comprensible. En “Historia de la muerte en Occidente” (Acantilado), Philippe Ariès narra las diferentes visiones que ésta, la muerte, ha tenido en nuestra cosmovisión occidental a lo largo del tiempo. Ariès se propone demostrar cómo en la civilización occidental hemos pasado de la exaltación de la muerte en la época romántica –a principios del siglo XIX- al rechazo actual de la muerte. “El lector –escribe Ariès- tendrá que armarse de paciencia para soportar la descripción de costumbres que tienen poco más de cien años, y que le parecerán cargadas ya de no sé cuántos siglos”. Time for Dying: “La actitud frente a la muerte se ha alterado no sólo por la alienación del moribundo, sino también porque lo que dura la muerte varía. Ésta no posee ya la hermosa regularidad de antaño: sólo algunas horas que separaban las primeras advertencias del último adiós. Los progresos de la medicina no dejan de prorrogarla. Dentro de ciertos límites, por lo demás, es posible acortarla o alargarla: ello depende de la voluntad del médico, de los equipamientos del hospital y de la riqueza de la familia o del Estado”. Pero volvamos a la experiencia del cine y a la relación de éste con la muerte, con la posibilidad de la muerte. Si “La muerte en directo” de Tavernier, o las diferentes versiones de “La balada de Narayama”, resultan hermosas visiones de la posibilidad de la muerte, “Amor”, del director austriaco Michael Haneke, es quizás una de las películas más terribles que haya podido ver nunca. “Amor” nos brinda una poética lúcida y desesperada de esa última estación humana que supone la vejez y la descomposición corpórea, pero también un bello y triste relato sobre ese fenómeno tan paradoxal que resulta el amor entre dos individuos. Sergio García Guillem, de la Université París 8, en su excelente “The Other in the Mirror”, desgrana las líneas básicas de “Amor”, de Michael Haneke: “La ágil melodía de una Bagatela –escribe García Guillem- abre el telón del último film de Michael Haneke, donde ante un magistral teatro repleto de una aparente masa anónima, el ritmo de la cámara comienza a marcar su compás a través de la música. El desolador viaje que suele acompañar a los films de Haneke es un claro ataque a la conciencia del espectador. Resulta imposible mantener una posición pasiva frente a la consecutiva serie de escenas, sino que son los propios espectadores los que crean parte del universo personal y crítico de sus producciones. La violencia que precede a sus anteriores films encuentra en Amour la expresión de su fineza psicológica más desgarradora. Este film es, a fin de cuentas, la batalla campal de todo ser humano; aquella a la que todos debemos hacer frente: la vejez, la decrepitud de un cuerpo que se encuentra con la enfermedad, es decir, con la autoconciencia de su propia finitud, la soledad del moribundo que no encuentra refugio sino en sí mismo y en la persona amada, acompañando a ésta en una funesta melodía de muerte donde descansan las inagotables notas del piano. Amour nos obliga de igual forma a repensar cierta “metacinematografía”, replanteando ciertos presupuestos partiendo de una determinada estética cinematográfica y de una comprensión del cine que, como el propio Haneke reitera, colisiona con la tradición clásica de la empresa hollywoodiense y se atreve a releer —también a repensar—, los frutos más prolijos de la tradición cinematográfica”.
Si Michael Haneke, como escribe García Guillem, pretende que resulte del todo imposible mantener una posición pasiva ante su film, en mi caso se puede decir que lo ha conseguido. Si en mis últimos años he ido configurando la idea de que ya no estoy para mantener relaciones de pareja, de que se vive mucho mejor solo que mal acompañado, una vez visionado el film de Haneke esta idea cobra mucha más fuerza y echa raíces en mí con la enigmática certeza de que así quiero que sea mi vida en el futuro. Mientras escribo estas líneas mi viejo duerme con su profundo e inalterable sueño de viejo; yo velo su sueño e intento alejar de él esas extrañas alucinaciones que le hacen ver a seres extraños que le acompañan en su sueño, que charlan con él conversaciones extrañas en la que nada tiene sentido. “Dice que no sabe del miedo de la muerte al amor, dice que tiene miedo de la muerte del amor, dice que el amor es muerte de miedo, dice que la muerte es miedo, es amor, dice que no sabe...”, escribió Alejandra Pizarnik. Sólo el amor –añado yo- puede salvarnos de la muerte, esta irrepetible e infinita “muerte en directo” a la que todos, incluso yo mismo ahora, estamos condenados.

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