martes, 25 de abril de 2017

LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL WEBLOG

A principios de 2004, no sé bien porqué, yo decidí dar un paso al frente y comencé a publicar en Internet: decidí entonces abrir mi primer blog en el ciberespacio. Y, bien, no tardé mucho en comenzar a compartir contenidos e ideas con gente aún desconocida para mí, hombres y mujeres aún jóvenes que llegarían a ser con el paso del tiempo algunos de mis mejores amigos de toda la vida. Y, muy pronto, para mi sorpresa, alguien me avisó de que había llegado tarde a la fiesta, que aquella manera tan novedosa para mí de dar a conocer mis pajas mentales, de publicar mis textos incipientes para lectores de todo el mundo, era ya una forma antigua de comunicarse y expresarse. Alguien me avisó de que, como forma de arte político, el weblog, al menos, estaba ya profundamente muerto. Y, bueno, esto ya me había pasado antes. Cuando comencé a interesarme por la literatura Barthes me avisó de que el autor estaba ya muerto. Cuando comencé a interesarme por el arte Danto me dijo que estábamos ya ante el fin del arte. Cuando comencé a interesarme por la filosofía Rorty me dijo que estábamos ya ante la evidencia profunda de un inútil cadáver. Y fue entonces cuando yo escribí “La Insoportable Levedad del Weblog”. Mucho ha llovido desde entonces, muchos fueron los blogs que yo mantuve durante un tiempo en la red, y que aún pueden ser visitados. Y en marzo de 2017, tras un largo paréntesis existencial y creativo, yo decidí volver a la red y comenzar a publicar en SZASZZ, EL VIOLENTO OFICIO DE ESCRIBIR. Han pasado ya un par de meses y la experiencia de esta nueva singladura no puede ser más desalentadora. Si algo me imantaba de los viejos weblogs (además de la colosal facilidad de publicación, al margen de cuestiones técnicas), era la tremenda vitalidad que conllevaba compartir textos, enlaces, comentarios, esa infinita categoría de las relaciones humanas que, en la red, se abrió para mí como una flor exótica y que hizo que, a partir de ese momento, yo pasara mucho más tiempo en el ciberespacio que (como diría Javier Echeverría) en el primer entorno. Todo esto está definitivamente muerto. Las visitas a SZASZZ son pocas, por no decir inexistentes. Y, desde marzo de 2017, solo el bueno de Marcos Taracido (responsable del mítico e imprescindible LIBRO DE NOTAS) ha tenido a bien dejar su inteligente huella en el único comentario que, hasta la fecha, he conseguido robar a mis exiguos lectores.
Ahora, la conversación, me temo, se ha trasladado a las páginas de FACEBOOK, aunque ésta no tiene nada que ver con la magnífica conversación que llevábamos a cabo en el universo weblog. No voy a perder ni un segundo aquí para detallarles las “delicias” de FACEBOOK; creo que ustedes las conocen bien y no creo que merezcan la más mínima apostilla. Y, bueno, si alguien está aún interesado en saber qué fue la experiencia weblog, qué fue esa encantadora experiencia que se llevó lo mejor de mis días, le aconsejo que eche un vistazo a “La Revolución de los Blogs”, el excelente libro de José Luis Orihuela. Ahora, pasado el tiempo, yo ando rescatando de la nube todos mis textos: quiero pasar estos a papel, en formato libro. Les he pedido a algunos de aquellos amigos unas pequeñas líneas que pienso incluir a modo de prólogo en lo que será la edición futura de mis DIARIOS en el ciberespacio. Quizás, las líneas que me ha remitido Marcos Taracido sean las que mejor reflejan qué fue aquello que tanto me imantaba y en lo que yo dejé las mejores energías de mi vida. Esto fue la experiencia weblog, en palabras de Marcos Taracido: “Entonces Internet era una cafetería de instituto, un barrio a lo sumo, y nosotros jóvenes rebosantes de ideas y de ganas que nos lanzamos a algo cuya capacidad sólo intuíamos. Hicimos amigos virtuales que todavía queremos. Comunicar y compartir; no interesaba la publicidad ni el patrocinio, los trolls eran apenas gnomos exaltados y el intercambio de ideas era la moneda de cambio. Cualquier tema era susceptible de ser el armazón de una bitácora o de una web, y floreció el conocimiento libre tan rápido como se reproduce la hierba en primavera. Ubicuidad, inmediatez, facilidad de acceso… Los jóvenes de hoy jamás entenderán esos comienzos en que todo se estaba construyendo, como hace décadas que los privilegiados no entendemos cómo se vivía sin electricidad. Hoy, pocos años después, Internet es una urbe gigantesca con todas las metáforas deliciosas y perversas que se puedan imaginar. Este es un texto melancólico y, por lo tanto, parcialmente falso; no me importa, aquellos tiempos lo merecen”.

lunes, 24 de abril de 2017

ROPA, MÚSICA, CHICOS

La vida es un breve nudo cósmico que se deshace en nuestras manos sin que podamos apenas evitarlo. Quizás la vida de Viv Albertine no tenga nada de extraordinario, pero la vida de Viv Albertine, contada por ella misma, con una claridad y una desnudez extrañas, resulta inesperadamente extraordinaria. “Ropa, Música, Chicos” (Anagrama), no es un libro complejo o complicado, no contiene acertijos herméticos o endiabladas tramas, no es oscuro y tenebroso como una tumba cerrada, no contiene enigmas indescifrables o mensajes indecidibles u ocultos. Y quizás ahí se encuentre la raíz del problema; quizás ahí se encuentre la tremenda dificultad que encuentro en hablar del libro de Viv Albertine. ¿Qué se puede añadir a lo ya dicho?, me pregunto. ¿Qué se puede decir de una vida que, en su totalidad, ya ha sido comentada y expresada? Todo en “Ropa, Música, Chicos”, de Viv Albertine, es diáfano y transparente, todo es viveza y sinceridad arrolladoras, todo es brutalmente honesto: sangre y vísceras, sudor y lágrimas. Y quizás por ello me resulte tan dificil hablar del libro de Viv Albertine. Como los viejos elepés, “Ropa, Música, Chicos” tiene una cara A y una cara B. La primera podría titularse “Sexo, drogas y punk”. La segunda, “Hay vida después del punk”. Viv Albertine llega a Londres en 1958 con cuatro años, procedente de Sidney. Las memorias de Viv Albertine arrancan con su infancia y adolescencia, entre descubrimientos musicales, conciertos, primeras escapadas y primeras experiencias adultas. A finales de los setenta, dos encuentros lo cambian todo: conoce a Mick Jones y descubre a Patti Smith. A partir de ahí, Viv Albertine se integra en la emergente escena punk y vive en primera línea aquellos años de revuelta, provocación y excesos: los Sex Pistols, Malcolm McLaren, Vivienne Westwood, los Clash, Sid Vicious y Johnny Thunders, la formación del grupo de chicas The Slits, en el que toca la guitarra, los locales míticos, el Soho, con sus cines porno y sus clubs, los conciertos salvajes, la heroína, las peleas con skinheads, el descubrimiento del free jazz y la gira con Don Cherry…, hasta que a principios de los ochenta su banda se disuelve. Arranca entonces la cara B, con la necesidad de reinventarse, el interés por el cine, un aborto, una hija, el cáncer, el divorcio y su nueva situación como mujer madura, tema al que dedica una canción: “Confessions of a MILF”.
Escribe Simon Frith en “Música e identidad” (Cuestiones de identidad cultural, Stuart Hall y Paul du Gay compiladores. Amorrortu): La actitud más corriente en estos días es asociar la búsqueda de la homología a la teoría de la subcultura, las descripciones del punk o el heavy metal, por ejemplo; pero el supuesto ajuste (o falta de ajuste) entre los valores estéticos y sociales tiene una historia mucho más prolongada en el estudio de la cultura popular. Esto dice T. S. Eliot sobre Marie Lloyd: «Lo que la elevó a la posición que ocupaba al morir fue su comprensión del pueblo y la simpatía que sentía por él, y el hecho de que el pueblo reconociera en ella la encarnación de las virtudes que más auténticamente respetaban en la vida privada (...) Yo la califiqué de la figura expresiva de las clases bajas». Las primeras “figuras expresivas” de Viv Albertine (un claro ejemplo de la vida vivida por las clases bajas londinenses de las décadas de los 60’ y 70’ del siglo XX) fueron Beatles (sobre todo John Lennon) y Kinks; después todo se desencadenaría en el tiempo y los héroes y las figuras expresivas se irían sucediendo hasta que la propia Viv Albertine coronase su propia experiencia y encontrase en los escenarios del punk una manera de justificar su propia vida. En el fondo, pienso, la música nos hace y la música nos deshace; la música nos hace un breve nudo cósmico que luego nos vemos obligados a deshacer, para volver de nuevo al breve nudo cósmico, y así eternamente. Como escribe Gina Arnold, en “Route 666. On the Road to Nirvana”: «Henry Rollins dijo una vez que la música existe para amueblar nuestra mente, ‘porque la vida es tan cruel y la televisión tan vil’». O como escribió Anthony Storr, en “Music and the Mind”: «Llegar a ser lo que somos es un acto creativo comparable a la creación de una obra de arte». Eso, exactamente, es lo que cuenta Viv Albertine en sus memorias: el acto creativo de toda una vida, la creación de una obra de arte. No es fácil, empero, ser malo cuando suena la música.

viernes, 21 de abril de 2017

POÉTICAS

En general, nunca he estado demasiado interesado en comparar “poéticas”; en el fondo, nunca me ha interesado demasiado la justificación poética, creo que la poesía, en todo momento, se justifica por sí sola. No obstante, una poética, la de Félix de Azúa, incluida en “Joven poesía española” (Ediciones Cátedra, 1993), me ha tenido siempre verdaderamente imantado, creo que, salvando el tiempo, la distancia, y la experiencia transcurrida desde 1993, es lo más interesante que he leído nunca sobre poesía. Escribe Félix de Azúa en su poética: “No creo que sea necesario inventar una definición de la poesía cada vez que se presenta la ocasión propicia. En cambio, siempre es instructivo recordar definiciones olvidadas. Una de ellas, quizás de las más lúcidas (y desde luego la que comparto con menos vacilaciones), es la que da Novalis en un fragmento del 18 de abril de 1800: ‘El don del discernimiento, el juicio puro, cortante, sólo con suma prudencia puede aplicarse a los hombres, si no quiere herir de muerte y suscitar un odio general. El entendimiento es odioso, en parte por la tristeza que produce al arrebatarnos un error que nos consolaba, pero también porque nos provoca el sentimiento de estar siendo víctimas de una injusticia. Y esto es así porque el juicio más exacto, al separar lo indivisible, al hacer abstracción de todo cuanto arropa un hecho, las circunstancias, el territorio, la historia, etc., se acerca en exceso a la naturaleza misma de la cosa, la estudia como fenómeno aislado y olvida que se trata de un miembro perteneciente a un conjunto en cuyo interior adquiere su auténtico valor. Es esta mezcla de verdad agresiva y error insultante lo que hace que el entendimiento sea tan hiriente. La poesía cura las heridas producidas por la razón. Ya que en ella se componen dos elementos contradictorios: la verdad que supera y la ilusión que encanta’”. Azúa cita a Novalis, y yo cito a Azúa, y subrayo: “La poesía cura las heridas producidas por la razón”. Hay algo en la poesía que nos invita a rebelarnos contra la línea recta del pensamiento, contra los conceptos ideológicos que duermen profundamente en nuestro inconsciente, contra las suposiciones metafísicas de la filosofía heredadas a lo largo de la historia. La razón nos hace tanto daño que, llegado el caso, decidimos acudir a la poesía para tratar de aliviarnos, para tratar de ver la vida de otra manera, para avizorar el horizonte sin la pesada carga de ese equipaje que nos convierte en inútiles monos racionales, en sombras ilusas y vanas. Pero vayamos con cuidado, es preciso tomar distancia de nuestras palabras y tratar de aclarar las cosas; Azúa, en esto, se rebela un tipo ciertamente inteligente. Escribe Azúa: “En esta definición (en realidad, la definición desnuda sería algo así como: ‘la poesía es la droga que sana las heridas producidas por la razón’, o todavía más brutalmente: ‘la poesía es el opio del saber absoluto’), Novalis, como último enciclopedista, como alguien dedicado a la clasificación, todavía puede permitirse definir desde dentro de lo definido. Su definición de la poesía es perfectamente poética. Dudo mucho que después de Novalis pueda definirse la poesía sin cometer el error insultante que él mismo se encarga de denunciar”. Definir desde dentro de la poesía: una definición de la poesía perfectamente poética. Ahí estaríamos a salvo, en ese lugar podríamos llegar a entendernos sin cometer la terrible salvajada de pergeñar palabras vanas para definir lo indefinible; sólo haciendo poesía se puede definir o justificar la poesía.
Esto es lo que pensaba Félix de Azúa allá por el año 1993. Cuando lleguemos a nuestros días veremos cómo ha cambiado el pensamiento de Félix de Azúa con respecto a las posibilidades de la escritura poética, a las posibilidades en general de la poesía. Pero vayamos por partes. En su “Justificación” a su “Poesía, 1968-1988” (Hiperión), Félix de Azúa abundaba es esta idea: “Todo cuanto acabo de escribir es un cuento. De esto sólo se puede hablar contando. ¿Cómo íbamos a decir algo sobre la poesía que no fuera poesía? Y si lo que decimos no es poesía entonces no decimos nada de ella, sino contra ella, contra su capacidad para silenciar la charlatanería, y a favor de las diferencias instrumentales, a favor del progreso. También, entonces, todo lo dicho es charlatanería”. Si habláramos de la poesía (como yo mismo, me temo, estoy haciendo ahora), sin hacer poesía, estaríamos haciendo una traición inexplicable a las palabras, y estaríamos trabajando a favor de los enemigos fundamentales de la poesía: la razón, el progreso, lo instrumental, etc. Aquella poesía que se tiene por razonable, progresista, instrumental, es de todo menos poesía, es pura barahúnda mediática, puta basura. Y sé bien en quién estoy pensando ahora, pero voy a callar para no cometer el pecado de señalar con el dedo. Pero volvamos a la poética de Félix de Azúa; en relación a la definición de Novalis, escribe: “Es, por otra parte, el último momento en que con toda honestidad puede afirmarse que la poesía tiene un rango de verdad superior a la verdad de la razón (verdad superadora, frente a verdad agresiva). Después de Nietzsche, tal afirmación pecaría de nostálgica, y siempre habría un psicoanalista para señalarnos el diván con gesto imperativo. Que en la actualidad no pueda afirmarse lo mismo, que no sea legal afirmarlo, no quiere decir que la definición de Novalis carezca de fundamento. Todo lo contrario. Sin embargo, aquellos que toman poesía como quien toma opio, alcohol, alucinógenos, o simplemente mitos, corren el riesgo de verse aislados (es decir, definidos) por la verdad agresiva y el error insultante. Quede, pues, reservada esta droga para quienes tengan heridas mortales y les importe poco todo lo que no sea salvar la vida”. Aquellos que tomamos poesía como quien consume drogas, sabemos bien a qué se refiere Félix de Azúa. Aquellos que cargamos con heridas mortales, y a quienes no nos importa nada más que salvar la vida, sabemos perfectamente en qué estaba pensando Félix de Azúa cuando escribió su magnífica poética allá por el inefable año de 1993, allá en el extraño pasado.

jueves, 20 de abril de 2017

EL LUGAR DEL CRIMEN

“Intentó faltar a la verdad, a pesar de lo mucho que esperaba de ella. Las noticias, sin embargo, más allá de los pequeños trastornos domésticos, no eran buenas. Él, algo embriagado, hubiera escrito: “estoy contento de que te interpusieras en mi camino”; pero el crimen no admitía, en honor a la verdad, andarse con juegos o metáforas. Nada que sonara a falso, a mentira, a falta de afecto; nada que sonara a nada fuera de contexto. Y él sentía la obligación de ser real, real por un momento (And what can I tell you my brother, my killer, What can I possibly say?), cuando el verdadero crimen se había cometido a tan sólo unos cientos de kilómetros (¡Mi madre no existe –gritaba aún el asesino-, mi madre no existe!). Y él deseaba poder explicárselo a todos y explicárselo a sí mismo, como quien muestra las pruebas inequívocas de un diagnóstico infantil equivocado; como quien vive todavía trabajando (intercambiando) herramientas de la infancia”. Y, sí, las primeras noticias de un crimen, desde Frigiliana, me llegaron a finales de octubre de 2007. La compañera de Jorge, una maestra en excedencia mayor que él con la que llevaba ya tiempo conviviendo, era asesinada por su hijo; al parecer, éste sufría de esquizofrenia y había dejado de tomar la medicación; al parecer, se quedó solo con ella en casa y la mató de una terrible cuchillada. Si Jorge era mi hermano, mi ‘asesino’ (él se acostó con mi chica, allá por el año 1981, cuando yo estaba aún en el ejército), con lo que Frigiliana era ya, antes del asesinato de la maestra, un lugar predestinado al asesinato, el crimen del 25 de octubre de 2007 iba a demostrarme que la sangre brota siempre del lugar más amable, que el azar distribuye su ración de sangre a los putos inocentes sin que nada, ni nadie, lo evite o lo remedie. Todavía aún hoy puede leerse en Diariosur.es la reseña de la noticia: “Un joven esquizofrénico acuchilla y mata a su madre y se entrega. El presunto agresor, de 26 años, telefoneó a su padre para confesarle lo que había hecho y después se presentó en el cuartel de la Guardia Civil de Nerja, donde quedó detenido. La víctima, una profesora sexagenaria en excedencia, falleció tras recibir una puñalada en el vientre”. Y, bueno, en principio Frigiliana no parecía un lugar predestinado al asesinato. Situada en la comarca de la Axarquía, la región más oriental de la provincia de Málaga, cuando yo la conocí Frigiliana era un lugar tranquilo, amable, un lugar accesible desde el Aeropuerto de Málaga-Costa del Sol a través de la autovía del Mediterráneo, en dirección Almería, a unos 60 kilómetros de distancia. Cuando yo la conocí, Frigiliana estaba aún a salvo del turismo salvaje, aunque ya se dejaban ver algunos signos de alarma, como la construcción de un mega-complejo comercial que iba a alterar, en un futuro cercano, la calidad de su ambiente y la tranquilidad de su espíritu.
Y, bueno, si alguien ha pensado, al llegar hasta aquí, que, con el crimen de la maestra, con el asesinato de la compañera de Jorge (mi hermano, mi ‘asesino’), se habían acabado los sucesos luctuosos con Frigiliana como escenario, estaba equivocado. Algunos años después (no puedo situar bien en el tiempo el suceso; trataré de explicarlo luego), un nuevo crimen iba a llenar de roja sangre el alma de un ser querido, Agustín, mi cuñado eterno, caído en el acto de combate de la vida, asesinado, al parecer, por una verdadera tontería. A diferencia del asesinato de la compañera de Jorge, de la maestra en excedencia, he intentado localizar en Google alguna reseña al asesinato de Agustín, alguna reseña en Diariosur.es o en algún diario malagueño, pero me ha sido completamente imposible. Así que, lo que a continuación relato es tan sólo fruto de mi cascada memoria, que, por aquellos años no se encontraba en el mejor de sus momentos. Al parecer, a Agustín lo mataron en un cruce de caminos, entre los cortijos que rodean las pequeñas montañas de la Axarquía, en Frigiliana; nadie puede asegurar a ciencia cierta cuál fue el motivo de la discusión (o me imagino que sí, pero ese no es el motivo de este texto); pero el hombre con el que Agustín discutía le propinó un fuerte golpe en el estómago, algo, al parecer, no demasiado importante, pero que acabó costándole la vida. Agustín, al parecer, se desangró por dentro, y nadie pudo evitarlo; algo, dentro de él, decidió romperse del todo, y Agustín nos dejó en silencio, sin que nada, ni nadie, pudiera evitarlo o remediarlo. Ahora, cuando escucho a su amado Frank Zappa, a mi ignorado Frank Zappa de su tiempo, me pongo eternamente triste. Y, sí, no puedo evitarlo, echo de menos a Agustín, echo de menos aquellos terribles tiempos en que discutíamos por cualquier cosa, pero en los que permanecíamos unidos como una araña a su tela mágica, como una mariposa tecnicolor a su puta rosa. El 25 de noviembre de 2006, yo le escribía: “Llama Agustín desde Frigiliana, en el corazón de la Axarquía. La lluvia golpea con fuerza en la costa, cerca de Nerja, pero él y Susi están tranquilos, arriba en el monte, rodeados de tierra y árboles frutales. La temperatura es buena, pero han encendido la chimenea. El brillo y el sonido del fuego ilumina la soledad de las horas”. Y, bueno, quiero que sepas que yo te escribía estas cosas desde Night City porque yo, en el fondo, te envidiaba, te envidaba a ti, a Susi, y a toda Frigiliana. Caro Agustín: Whish You Are Here, ¡ojala estuvieses aquí! Tú no tendrías que haberte ido tan pronto; tú no lo merecías; otros lo merecíamos más que tú y, ¡ya ves!, continuamos aquí, en este infierno mundo, escribiendo esto que ahora escribo recordándote, malviviendo, escribiendo.

domingo, 16 de abril de 2017

CRÓNICAS DEL ÁNGEL GRIS

En el año 2006 yo era el responsable del departamento de Recursos Humanos de una empresa de herbodietética ubicada en la calle de Peñuelas del barrio de Embajadores, en Madrid; fue entonces cuando yo tomé la decisión de contratar a Fernando Flores. Fernando Flores era de Córdoba, Argentina, y era licenciado en Ciencias Económicas; pero Fernando Flores no resultó ser la persona que yo esperaba. En las estrecheces del antro donde se desarrollaba nuestra actividad laboral (un local interior, sin luz natural, ni ventilación, y en el que mi despacho se encontraba en lo que había sido hasta entonces el hueco de un ascensor), Fernando y yo nos hicimos buenos amigos, a pesar de ser ambos las dos caras extrañas de lo que parecía, a primera vista, una misma moneda. Fernando era hijo de un policía argentino, pero eso, a pesar de lo que entrañaba ser hijo de un policía argentino, no era lo más grave; Fernando era de River (yo de Boca) y era un firme defensor del sistema capitalista. Mientras yo pasaba mis ratos libres colgando en Internet panfletos antisistema de dudosa calidad y pésimo gusto, Fernando se encargaba de enseñarme que el sistema capitalista, filosóficamente hablando, tenía importantes valedores. Fernando Flores devoraba inclemente las obras de Ayn Rand, una mujer de la que yo no había oído hablar hasta entonces, pero que, a partir de este encuentro, iba a estar muy presente en mis oraciones. Ayn Rand fue una filósofa y escritora estadounidense de origen judío ruso, conocida por haber escrito los superventas “El manantial” y “La rebelión del Atlas”, y por haber desarrollado un sistema filosófico al que denominó “objetivismo”. Al parecer, Rand defendía el egoísmo racional, el individualismo y el capitalismo “laissez faire”, argumentando que es el único sistema económico que le permite al ser humano vivir como ser humano, es decir, haciendo uso de su facultad de razonar; en consecuencia, rechazaba absolutamente el socialismo, el altruismo y la religión; entre sus principios sostenía que el hombre debe elegir sus valores y sus acciones mediante la razón, que cada individuo tiene derecho a existir por sí mismo, sin sacrificarse por los demás ni sacrificando a otros para sí, y que nadie tiene derecho a obtener valores provenientes de otros recurriendo a la fuerza física. Todo ello, según Fernando Flores, muy ‘racional’, pero, a mi modo de ver, completamente irracional y profundamente reaccionario. Pensar que, a pesar de nuestras notables diferencias, Fernando y yo pudiéramos hacernos buenos amigos, era un auténtico disparate; pero el milagro fue posible: Fernando y yo nos hicimos buenos amigos. La historia de nuestros destinos, tanto en lo vital, como en lo humano, y en lo laboral, fue un fiel reflejo de nuestra ideología y de nuestras aspiraciones existenciales. Con el paso del tiempo, Fernando Flores ascendió en aquella empresa que yo tuve que abandonar, a la fuerza, debido a las profundas diferencias éticas, y económicas, que mantenía con la dirección; Fernando supo acoplarse mejor a los fundamentos neoliberales de la explotación capitalista y yo tuve que ahuecar el ala y buscarme la vida en otros lares. Yo le había contratado, pero ahora era él el que procedía a despedirme; él ya cobraba entonces por encima de lo que yo cobraba, la moneda de dos caras había caído por el lado (al parecer) más interesante; la cuerda se había roto por el lado más débil.
No sé bien porqué pero, el 7 de enero de 2007, Fernando y yo quedamos en Colón, en el Hard Rock, para tomar unas cervezas; una mañana soleada de domingo que hoy, inesperadamente, el azar ha recuperado para mi memoria. Los dos tuvimos la buena idea de regalar un libro. Yo le regalé a Fernando “El bucle melancólico” de Jon Juaristi, y él decidió regalarme “Crónicas del Ángel Gris”, del escritor, músico, conductor de radio y televisión, y actor argentino, Alejandro Dolina. Al menos Alejandro Dolina, al contrario que Ayn Rand, no resultó ser un tipo aburrido, aunque, como la judía rusa, resultó ser preferentemente ‘científico’ y ‘racional’; en uno de los primeros textos de su libro podía leerse: “Los Refutadores de Leyendas no se limitan a demostrar que el mundo es razonable y científico, sino que también lo desean así”. En octubre de 2008 yo me encontré por última vez con Fernando Flores; quedamos en el Café de la Ópera; por aquel entonces nuestras vidas habían cambiado inesperadamente. Los dos, curiosamente, nos habíamos divorciado; yo de mi chica española y Fernando de su chica argentina. Y los dos habíamos cambiado de perspectiva: Fernando se había echado una novieta española y yo una novia argentina; Fernando pensaba quedarse a vivir en Madrid y yo había tomado la decisión de viajar a Buenos Aires para comenzar allí una nueva vida. La rueda, desde entonces, ha seguido girando, algunas cicatrices han cauterizado, algunos cristales rotos se han recompuesto, pero yo no he vuelto a saber nada más de Fernando Flores, de Córdoba, Argentina.

sábado, 15 de abril de 2017

ESTO SÍ ES MÚSICA

Entiendo que intentar justificar cierta predilección por los objetos artísticos de consumo, o por el arte de masas en general, no es (o no debería ser) ciertamente un pecado. Intentar clarificar algunas ideas básicas sobre aquello que hacemos en la vida, en nuestros momentos de ocio, o en nuestros momentos más creativos, ahora que las aguas bajan tranquilas, ahora que los fieles celebran la Semana Santa ignorando al bueno (santo) de Pier Paolo Pasolini, ahora que el barrio se ha quedado extrañamente vacío, sólo puede entenderse como el acto de construcción de un objeto artístico más de consumo, aunque sean pocos los consumidores que se pasan en la actualidad por SZASZZ, EL VIOLENTO OFICIO DE ESCRIBIR, aunque los actuales consumidores del ciberespacio prefieran en la actualidad otras plataformas (u otras redes sociales) para traficar con sus pajas mentales, con sus filias, sus fobias, y sus neuras especulares y espectaculares. Mientras intento descargarme “La conspiración de Cristo”, de Acharya S. (Valdemar), para espantar fantasmas y diferenciarme un poco del resto de mortales de este extraño país, escucho en silencio “El ángel Simón”, una emocionante canción de Nacho Vegas (Canciones Inexplicables, Umbo Starr), y me da por pensar enseguida que, más que ante una obra de arte, estoy ante el minucioso trabajo de un artesano, ante la obra de arte (perdón) de un artesano de la música. Diferenciados como estamos entre Apocalípticos e Integrados ya desde finales de la década de los 60’ del siglo pasado, y siendo muy consciente de que yo habito con total tranquilidad, y sin ninguna amenaza de extrañeza o culpa, en las filas de los Integrados, “El ángel Simón”, a pesar de ser una historia triste, me levanta extrañamente el ánimo, me asoma a la ventana de mi primavera privada donde me fumo un cigarrillo tras otro y balanceo, en silencio, mi cuerpo. Mientras tanto, Umberto Eco (Apocalípticos e Integrados. Editorial Lumen), me da pistas para llegar a comprender qué clase de experiencia estoy viviendo. Escribe Eco: “El hecho de que la canción de consumo pueda atraerme gracias a un imperioso aguijón del ritmo, que interviene dosificando y dirigiendo mis reflejos, puede constituir un valor indispensable, que todas las sociedades sanas han perseguido y es el canal normal de desahogo para una serie de tensiones. Y es un ejemplo entre muchos. He aquí pues que se perfila una primera línea de investigación, que consiste en localizar en los mecanismos de la cultura de masas valores de tipo inmediato y vital, a considerar como positivos en un diverso contexto cultural”. Obra de arte u obra de artesanía a secas, y supongo que obra de consumo de masas simple y llanamente, me gustaría preguntarle a Nacho Vegas si considera su trabajo como una obra de arte o, sencillamente, estamos todos ante la realidad de otra cosa bien distinta. Porque, a lo largo de su ya larga historia, no todos los trabajadores del rock han considerado sus obras como “obras de arte”, sino más bien todo lo contrario. Escribe Ángel Pérez Pascual en “La poesía y el rock”: “En cada época de su breve historia, el rock ha tenido siempre sus enemigos, algunos, como hemos visto, eran incluso protagonistas de su leyenda. Todos ellos coincidirían seguramente en rechazar el calificativo de arte para el rock. La gran mayoría lo ha visto como un producto industrial de consumo masivo. Sting es uno de ellos: ‘Los éxitos los compongo yo, porque tengo talento innato para ello y porque gano muchísimo dinero’. Loquillo, en una de sus canciones, ‘Rock and Roll Star’, trata con cierta ironía esta opinión: ‘Invertiré mucha pasta, me dice mi productor, con el objeto de hacerme estrella de rock and roll; me dice: yo te haré rico, tú sólo has de cantar bien, si no te pegan diez tiros en la puerta de un hotel’. Algunos negaban a su oficio explícitamente la condición de arte. Es el caso de Nick Lowe, un no suficientemente conocido precursor, productor e intérprete de algunas de las mejores canciones de la New Wave (las de Elvis Costello, por ejemplo), quien se desmarcaba de toda pretenciosidad en su trabajo: ‘no me interesa el arte, lo que quiero es desarrollar canciones con estilo, chispa, imaginación. El pop de siempre’, como si ello fuera incompatible con lo que normalmente se entendía por arte en los primeros años de la década de los ochenta. Desde luego, si ‘arte’ era algo ‘serio’, los rockeros (¿roqueros?) auténticos, pongamos por ejemplo a David Byrne, líder de los Talking Heads, pensaban que debían hacer todas las estupideces necesarias para que no les tomaran tan en serio”. Y, bueno, disquisiciones y conjeturas al margen, sigo escuchando “El ángel Simón” y sigo viajando a través de textos extraños con el fin de encontrar una justificación a esta sencilla adicción que consiste, nada más y nada menos, en escuchar música.
Viajando y viajando me encuentro con “Música en los fundamentos del logos”, la excelente Tesis Doctoral (dirigida por José Luis Pardo, el filósofo español más brillante de las últimas décadas) del Radio Futura (o pasada) Santiago Auseron. La Tesis de Santiago se abre con esta cita del Pseudo Plutarco sobre la música: “Resulta claro que los antiguos griegos tuvieron razón al interesarse, por encima de todo, en el ejercicio de la música. Pues creían que las almas de los jóvenes debían ser forjadas y dirigidas a través de la música hacia las buenas formas, porque la música es, evidentemente, útil en toda circunstancia y en toda ocupación seria, pero de modo muy particular frente a los peligros de la guerra”. Las primeras líneas de la Tesis Doctoral de Santiago Auseron, uno de los tipos más inteligentes de la movida madrileña, expresan un intento también de justificar ‘la adicción’ que, en Santiago, no sería tanto la adicción de escuchar (que también, me imagino), sino más bien la de trabajar y producir música, independientemente de si ésta, la música del rock en su caso, es o no es una obra de arte. “La filosofía afirmó su anhelo de ciencia al tiempo que se consumaba un singular olvido, tal vez relacionado con el "olvido del ser" que Martin Heidegger denunció en la evolución de la metafísica occidental, pero de contenido más concreto: el del papel fundamental que cumplió la música en la instauración de las costumbres arcaicas, en la elaboración de las fórmulas rituales, del contenido de los mitos y de las leyendas heroicas, de las metáforas más afortunadas de los poetas, de las sentencias de algunos sabios, en la preservación de las leyes y de todo aquello que mereciera ser recordado con palabras en la tradición cultural de los griegos antes del advenimiento de la escritura”. Llego a las últimas notas de “El ángel Simón” y comprendo, gracias al texto de Santiago Auseron, que la música (también en mi tiempo) ha cumplido su papel en la elaboración de fórmulas rituales, en la fabricación de mitos y de leyendas heroicas, en la construcción de las mejores metáforas de algunos de nuestros mejores poetas. “Esto sí es música”, me digo, mientras “El ángel Simón” se acaba y se termina, como se acabó y terminó la historia real del ángel Simón, aquel tipo que aconsejaba agacharse, al pasar delante de una funeraria, no fuera a ser que ‘te tomaran medidas’. Noël Carroll, en “Una filosofía del arte de masas” (La Balsa de la Medusa), pone final a este viaje, mientras yo revuelvo mis discos más viejos en busca de música y canciones, arte o no, qué más da, música al fin y al cabo. “La tarea de condenar o alabar el arte de masas en virtud de su propia naturaleza me parece quijotesca. Como la mayoría de las prácticas humanas, el arte de masas involucra ejemplos dignos e indignos (moral, política y estéticamente), y la alabanza o condena parece apropiada al nivel de los ejemplos particulares. Supongo que podría decirse en su defensa que es valioso porque pone la experiencia estética al alcance de mucha gente; pero yo creo que la auténtica defensa consiste en que ha producido obras de gran calidad”.

jueves, 13 de abril de 2017

EL TÁBANO EN LA OREJA

El pasado 11 de marzo, en la ciudad de Olavarría, a 355 kilómetros de Buenos Aires, durante un concierto de Indio Solari y su banda, Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, una terrible avalancha acabó con el saldo de dos fallecidos y docenas de heridos, algunos de ellos muy graves. Las imágenes del concierto, en el noticiario de televisión donde me enteré de la noticia, eran impresionantes: una masa humana completamente desproporcionada abarrotando el predio La Colmena, donde iba a desarrollarse el show; 180.000 metros cuadrados de extensión para dar cabida a un aforo aproximado de 200.000 personas, el mismo número que el Indio Solari había convocado en Tandil, a 400 kilómetros de Buenos Aires, hacía un año. Sin embargo, la presencia de Indio Solari en Olavarría traía encima un halo de misticismo aún mayor al acostumbrado, dado que el artista de 68 años, aquejado del mal de Parkinson, podía estar ante su última actuación en vivo. Las imágenes del concierto de Olavarría eran impresionantes, algo no muy alejado de otros grandes sucesos que empañaron en su día la historia del rock y de la música popular en general; pero, ¿quién era Indio Solari, quién era aquel tipo extrañamente calvo y extrañamente desconocido aquí en España? Carlos Alberto Solari, Indio Solari, nació en Paraná, Entre Ríos, en 1949, y fue uno de los fundadores, junto con Skay Beilinson, del disuelto grupo Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Su voz y el uso de magníficas metáforas en sus letras lo han convertido en un icono de la contracultura en la escena del rock argentino. Su imagen está caracterizada por la prácticamente nula aparición pública, concediendo entrevistas únicamente mediante la radiocomunicación. La única aparición televisada de Los Redondos se realizó en una conferencia en agosto de 1997, luego de otro recital en Olavarría, que acabó también suspendido. En 1995, Indio Solari recibió el Premio Konex, Diploma al Mérito como uno de los mejores cantantes de la década en la Argentina, repitiendo nuevamente en 2015. Tras la disolución de Los Redondos en 2001, comenzó una pausa que se prolongó hasta 2004 cuando junto a Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado presentaron su primer álbum solista, “El tesoro de los inocentes”; en el 2007 lanzó su segundo disco, “Porco Rex”, en 2007 “El perfume de la tempestad” y en 2013 “Pajaritos, bravos muchachitos”, su último trabajo discográfico.
Y, bueno, no es nada extraño que a mí me gusté una enormidad la obra de Indio Solari, sus referencias de la infancia son prácticamente las mías: poetas y poesía beatniks, Kerouac, Ferlinghetti, Corso, historietas y libros de ciencia ficción. Escuchar a Indio Solari resulta verdaderamente embriagador y ciertamente adictivo. Su música te engancha como la peor de las drogas en una constante eléctrica en la que, con un fondo Johan Sebastian Bach psicodélico y bronco, Solari desgrana mantras poéticos en una versión argentina del mítico Allen Ginsberg. Cada mañana, desde que me hice con los discos de Indio Solari, me pongo a los mandos de la computadora y enciendo “El tábano en la oreja”, mi canción preferida del Indio, una extraña historia de un tipo extraño que, al parecer, y entre otras cuestiones, juega con una aguja hipodérmica y viste zapatones grises para el combate de la vida. Si la música de Indio Solari es adictiva, su poesía resulta de una belleza inexplicable. Ya desde sus tiempos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, las letras de Indio Solari han servido para numerosas interpretaciones y numerosos análisis desde diferentes puntos de vista. El histórico rechazo de Solari por las definiciones lineales de sus letras (¿de qué habla esa canción?) no impidió que algunos críticos o seguidores de su anterior agrupación pusieran manos a la obra, aunque con enfoques variados. Un repaso por estos intentos arroja las interpretaciones libres de Alejandro Rozitchner para su libro Escuchá qué tema (Editorial Planeta, 2003); la inclusión de algunas letras de Los Redondos en Antología PoetasRock (La Marca, 2003), cuya selección estuvo a cargo del periodista y escritor Gustavo Álvarez Núñez; o, más recientemente, la lectura que el poeta Martín Gambarrota realizó sobre el disco Gulp! (1985) para 10 discos del rock nacional presentados por 10 escritores (Paidós, 2013). La última incorporación a esa biblioteca redonda es Filosofía ricotera. Tics de la revolución (Del Nuevo Extremo), un ambicioso ensayo de Pablo Cillo, en el que intenta establecer una suerte de filosofía autónoma al tomar como materia de estudio las letras de la banda. “A partir del discurso poético ricotero podemos derivar una Filosofía en tanto visión de mundo coherente, organizada en torno a los problemas [...] que nuestra tradición cultural generalmente asigna a dicho campo epistemológico”, se lee en una de las primeras páginas. Cillo, Profesor de Filosofía por la UBA, cuenta que haber descubierto Luzbelito en su adolescencia fue decisivo no sólo para realizar este trabajo, sino para su posterior formación humanística. “Fue como un talismán que se apoderó de mí”, dice a propósito de ese álbum, al que luego le seguiría el resto de la discografía ricotera. “Hace tiempo que tenía la idea de este libro. Recuerdo que una vez, en los pasillos de la facultad, se lo comenté a Mario Presas, un profesor muy respetado que utilizaba la poesía para relacionarla con conceptos filosóficos. Era un hombre sabio y calmo, pero cuando le hice el planteo se transformó y me dijo que estaba loco, como si hubiese nombrado al mismo demonio. Pero se sabe que al hombre, cuando le prohíben algo, le da más ganas de hacerlo”. En el pasado año 2016, en una entrevista concedida a Rolling Stone, Indio Solari, comentando su delicada situación tras haberle sido diagnosticado Parkinson, afirmaba: “Cuando tenés una enfermedad así, el reloj empieza a funcionar”. “Yo necesito primero un título que me estimule, como cuando escribís un libro. Entonces ahí empiezo a cranear, o a buscar en mis cuadernos, que tengo doce millones. Porque yo escribo en lo que llamo ‘la cantera’: escribo cosas que se me ocurren, sueltas. A veces porque creo que son ingeniosas, a veces porque creo que me representan, qué sé yo”. Ahora, a los mandos de la computadora, escucho “El tábano en la oreja”, y comprendo que Indio Solari ya no va a abandonarme nunca ¿Qué pasa en tu nube hoy?, me pregunta desde uno de los temas de “El perfume de la tempestad”. En mi nube, hoy, estoy escuchando (como no podía ser de otra manera) al gran Indio Solari.

miércoles, 5 de abril de 2017

INDIES, HIPSTERS Y GAFAPASTAS

Lo que yo llamo “Voladuras” son reacciones supuestamente imprevisibles contra el orden establecido de las cosas, salidas de tono, a contracorriente siempre, contra la Gran Costumbre (que diría Julio Cortázar); ahora no recuerdo bien el año, pero, a mediados de la década del 90’ yo decidí que, la fiesta, al menos para mí, se había terminado. Fue entonces cuando, entre otras decisiones importantes, metí en un número indeterminado de bolsas de plástico toda mi colección de vinilos de la “movida madrileña” y los vendí como buenamente pude en las tiendas de compra-venta de discos del centro de Madrid. Con el dinero que saqué de aquella curiosa transacción económica, me hice con un par de libros de historia de la música clásica y compré todos los CD’s que pude, desde Bach a Weber o Stockhausen, de una experiencia del arte que siempre me había provocado cierta indiferencia pero que, ahora, llamaba mi atención poderosamente. Mientras yo tomaba esta medida, los jóvenes de aquella década habían tomado la decisión de asesinar a sus padres culturales (como hacen todas las generaciones); el movimiento “indie” estaba en marcha. Aquello quedó terriblemente lejano para mí; yo ya no estaba interesado en las formas que el rock, o la música popular en general, habían adoptado en aquel tiempo; se puede decir que yo estaba entonces mucho más cerca de Kurt Weil que de Los Planetas. Si la década de los 90’ supuso la eclosión de lo “indie”, el inicio del siglo XXI conjeturó el nacimiento de los “hípsters”, una nueva tribu urbana a veinte mil leguas de viaje submarino de todo lo conocido hasta entonces. Si la “movida madrileña” fue terriblemente reaccionaria y estuvo completamente despolitizada y alejada de todo tratamiento social o crítico del arte, los movimientos “indie” o “hipster”, posteriormente, no fueron muy diferentes. Pero, con la llegada de lo “hípster” se produce un curioso efecto boomerang contra las formas de la contracultura: lo “hípster” supone una aceptación hedonista de las supuestas virtudes del sistema capitalista, una adicción desmedida por el consumo y sus ventajas, una estetización barata de los productos culturales, una apretón de manos a la llegada de la meritocracia neoliberal en contra de los derechos de igualdad de los seres humanos, un triunfo del clasismo en todas las formas de la vida cotidiana. “No quiero cambiar el mundo. No busco una Nueva Inglaterra”, había cantado con cierta ironía el camarada Billy Bragg; pero hubo gente que se lo tomó muy en serio.
“Indies, Hipsters y gafapastas” (Capitan Swing), nos narra todo esta divertida y epatante historia; su autor, Víctor Lenore, es un importante periodista musical curtido en mil batallas; el libro cuenta, además, con un emocionante prólogo del músico Nacho Vegas. ¿Todo el mundo aspira a ser moderno? ¿En qué consiste lograrlo?, se pregunta Víctor Lenore; y contesta: “Hace tiempo que expresiones como ‘indie’, ‘hípster’, ‘cultureta’, ‘moderno’ y ‘gafapasta’ son de uso corriente en nuestras conversaciones. Sus límites resultan borrosos, pero remiten a una realidad social que la industria cultural y las agencias de publicidad utilizan para designar un amplio segmento del mercado. Los ‘hipsters’ son la primera subcultura que, bajo la apariencia de rebeldía, defiende los valores impuestos por el capitalismo contemporáneo. Palabras como ‘independencia’, ‘creatividad’ o ‘innovación’, son la cara amable del espíritu individualista y competitivo que propone el sistema, y la presunta exquisitez de criterio de los ‘hipsters’ ha creado un consumismo que no avergüenza sino que genera orgullo”. ¿Estamos ante la cultura favorita de la clase dominante? Cada vez quedan menos dudas. “La Reina Letizia se escapa de La Zarzuela para acudir a conciertos de grupos ‘indie’ como Els, LosPlanetas y Supersubmarina. El magnate derechista Rupert Murdoch invierte cincuenta millones de euros en Vice, grupo mediático de referencia para los ‘hipsters’ de todo el mundo. Pero la cultura ‘indie’, ‘hipster’ y ‘gafapasta’ promociona valores incompatibles con las aspiraciones igualitarias de la contracultura y de movimientos sociales masivos como el 15M”. Con más de medio siglo de vida a mis espaldas, soy muy consciente de que el capitalismo lo fagocita todo, que, para sobrevivir, hace suyas las formas contraculturales que nacen con la intención de criticarlo; pero, en nuestros días, las estrategias del capitalismo toman formas ridículas y verdaderamente terribles. Como cuenta Nacho Vegas en el prólogo a “Indies, Hipsters y gafapastas”, cuesta contemplar cómo una gran compañía de seguros utiliza en un spot publicitario una versión edulcorada de “Gracias a la vida”, el mítico tema de Violeta Parra, sin que se le caigan los anillos de vergüenza. Cuando la estética del “grunge”, esa ropa pobre y desaliñada que gastaban los chicos de Nirvana, pasó de la escena de las sombras a las pasarelas de la moda y a las tiendas de complementos, Kurt Cobain decidió descerrajarse un tiro en la boca y poner tierra de por medio. Quizás nosotros, ante esta disyuntiva, no tengamos otra elección mejor y debamos desaparecer del todo antes de ser fagocitados por ese pulpo de millones de brazos que siempre termina devorando lo mejor de nosotros. Echen un vistazo a la web “Hipsters from Spain” y luego me cuentan.

lunes, 3 de abril de 2017

ESPAÑA Y LOS ESPAÑOLES

El pasado mes de Marzo, un programa de la televisión pública vasca, “Euskalduna naiz, eta Zu” (Soy vasco, y tú…) desataba la polémica; el programa preguntaba a varias personas de la cultura nacionalista vasca sobre lo que les sugería la palabra “España” y “los españoles”, y las respuestas que éstos daban resultaron estar plagadas de incomprensibles tópicos y de cierta visión de lo “español” ridícula y reduccionista. Alguien, en el citado programa, llegó a comentar que “España” se llamaba así porque el nombre de “Mongolia” estaba ya cogido; “los españoles”, por lo demás, serían “fachas”, “paletos”, “chonis”, “catetos” e “ignorantes”. Vaya por delante que, a mí, particularmente, estos ejercicios del sentido del humor me parecen perfectos; nadie debió escandalizarse por la emisión del programa y nadie, nunca, debió pedir la retirada de éste; cuando la libertad de expresión está en juego (ahora más que nunca, y sino que se lo pregunten a mi buena amiga Casandra), no conviene perder de vista la perspectiva del asunto y lo que éste, sin lugar a dudas, conlleva. No obstante creo que, las buenas gentes que respondieron a las preguntas de “Euskalduna naiz, eta Zu” deberían ampliar sus estrechas miras, viajar por España y por sus gentes y por su literatura, y modificar así su visión reduccionista y simplista; desde este humilde blog me voy a permitir aconsejarles la lectura de “España y los españoles” (Lumen), de Juan Goytisolo; una vez llevada a cabo la lectura de este imprescindible texto ya pueden echarse al monte y viajar por la piel de toro de un país tan plural y complejo como todos los países del mundo. A propósito de la comprensión de “lo ajeno” (y estoy dando por hecho que los vascos que respondieron a las preguntas de “Euskalduna naiz, eta Zu” no se sentirían españoles algo que, mucho me temo, no se correspondería con la realidad), escribe Ana Nuño en el prólogo de “España y los españoles”: “Si damos por válidas las tesis de Tzvetan Todorov en un conocido ensayo, los franceses conciben dos modos de aceptar lo ajeno. En función del mayor o menor grado de diferencia con los propios que exhiban los rasgos culturales del extraño, los franceses aceptarán a éste en la medida en que lo que distinga sus respectivas costumbres tienda a cero, o bien, por el contrario, apreciarán preferentemente aquella cultura que manifieste la mayor distancia posible respecto de las idiosincrasias francesas. La primera clase de xenofilia, característica del patriotismo, es propia de quien ve en su propio estado el modelo paradigmático de toda cultura y busca o proyecta en los otros sus peculiaridades, y el autor búlgaro sitúa su origen en una «regla de Herodoto» inferida de la descripción por el historiador griego de los hábitos de los persas en sus tratos con otros pueblos. En cuanto al impulso que lleva a buscar y aceptar antes lo lejano que lo próximo, Todorov atribuye uno de sus posibles orígenes al Homero que, en la Ilíada, hace de los conjeturales abioi, cuyo nombre mismo denota un extrañamiento radical de cualquier forma de vida, «los hombres más justos que haya». Este segundo modo de aceptación del y de lo extranjero vendría a ser el cañamazo de todas las manifestaciones del exotismo”. Por el maravilloso libro de Juan Goytisolo desfila lo mejor de la historia de España: Don Quijote y don Juan sellan un pacto de caballeros ante la mirada asombrada de la Celestina, mientras el mundo visionario de Goya ilumina los restos olvidados de la España de las tres culturas; Unamuno viaja por Castilla narrando su alma trágica y Hemingway se toma un pacharán contemplando los divertidos encierros de Pamplona; Gerald Brenan viaja por las Alpujarras y escribe las mejores páginas que se hayan escrito nunca sobre el laberinto español, la Guerra Civil y la cruenta postguerra.
Que haya tenido que ser precisamente Goytisolo (alguien que precisamente por el carácter cainita de ciertos españoles decidió muy pronto abrazar el exilio y abandonar España sentando su base de operaciones en la ciudad marroquí de Marraquech), quien escribiera este magnífico libro, explica muy a las claras las diferentes maneras posibles de ser español. Si algunos vascos identifican a José María Aznar como el típico paradigma de lo español, no deberían olvidar a esos cientos de miles de madrileños que, en el inicio de la invasión de Irak, se manifestaron en contra de sus políticas; y, sí, eran también españoles: militares, abogados, monjas, comunistas, cristianos… Además, se puede ser español de muchas maneras y no es preciso, de ningún modo, haber nacido precisamente en España para decidir serlo. Uno de los mejores españoles que conozco, precisamente, es el bueno de Ian Gibson; nacido en Dublín, Ian, conocido por sus trabajos biográficos sobre Federico García Lorca, Salvador Dalí, y Antonio Machado, así como por obras sobre la Guerra Civil española y el régimen del general Franco, decidió nacionalizarse español en 1984. Ahora disfruta sus días en el madrileño barrio de Lavapiés, donde a veces coincidimos en la explanada de la Plaza de Nelson Mandela, en compañía de esos magníficos negros africanos que, por el simple hecho de residir ahora en España son y serán, en el presente y en el cercano futuro, ciudadanos españoles.

domingo, 2 de abril de 2017

MANDALA

Caminando entre las callejas del viejo Rastro madrileño, antes de llegar a Rivera de Curtidores, me encuentro con un oasis de magníficas telas mandala hindúes, magníficos mandalas de todos los tamaños, todas las formas, y todos los colores posibles e imaginables. Y, en seguida, sin poder evitarlo, me acuerdo de Agustín y de aquel maravilloso cielo mandala que le amparaba en su dormitorio, de aquellas terribles fotografías de ilustres desaparecidos que le hacían compañía, allí donde nunca llegó a imaginar que él también pasaría a engrosar la terrible lista de ilustres desaparecidos. Un mandala, me digo, es una mariposa tecnicolor que proyecta un centro dentro de otro centro, un centro que se multiplica en un universo de centros inabarcables e inconmensurables. “Mandala –escribió Mircea Eliade- es a la vez imago mundi y panteón. Al entrar en él, el novicio se acerca en cierto modo al ‘Centro del Mundo’; en el corazón del mandala le es posible operar la ruptura de los niveles y acceder a un modo de ser trascendental”. Mi corazón mandala no deja de darle vueltas a la idea de hacerme con el mayor número posible de telas mandala hindúes e inundar mi casa con todas las imágenes imaginables de corazones mandala. El primer mandala de mi vida, quiero imaginar ahora, fue “Rayuela”, la novela imposible del compañero Julio Cortázar. En “Rayuela” el mandala actúa como una forma estética que moldea el aparato narrativo y de legibilidad, al hacer uso de elipsis que producen un efecto espiral en la secuencia de la trama. Las elipsis marcan y desplazan un centro, centro que como en las antiguas religiones asiáticas es el ocupado por el hombre que se sitúa dentro del círculo que es su mundo. El efecto alucinatorio de desplazamiento espacial produce la insatisfacción en la búsqueda del centro de los personajes, desequilibrio que se percibe como una marca del texto en la marginalidad en que se hallan Oliveira/La Maga, que en su afán de alcanzar la deseada centralidad son impulsados a la periferia. A lo largo de toda una vida llena de extraños mandalas, uno pierde el Centro con demasiada facilidad y se ve expulsado a los horizontes fronterizos de la marginalidad y el delito; en el transcurso de la vida, no suele haber demasiados fundidos en negro donde descansar y pensar, parar y recuperar fuerzas y hacer análisis de lo que se va viviendo; el mandala, el Centro, suele desaparecer en ocasiones y, si nada ni nadie lo evita, uno queda huérfano de referencias y símbolos, uno pierde el cielo protector del Centro y debe encaminar de nuevo sus pasos al cruce de caminos donde, imagina, debe encontrarse el origen de todo.
En “Teoría y Práctica del Mandala” (Editorial Dédalo, Buenos Aires), Giuseppe Tucci sienta las bases doctrinales del mandala; escribe Tucci: “La historia de la religión hindú puede definirse como un fatigoso intento para conquistar la autoconciencia; y esto que se dice de la religión debe repetirse, naturalmente, de la filosofía, como es previsible en un país donde religión y filosofía están fundidas en la unidad de una visión (darçana) que sirve a una experiencia (sadhana). En India el intelecto nunca ha sido tan predominante como para que se superpusiera a la facultad del alma, y se separase de modo tal que provocara una peligrosa escisión entre sí mismo y la psiquis, que es la enfermedad de que sufre el occidente. En efecto, el occidente, ya para designar este malestar suyo, ya porque sea posible un hombre reducido a puro intelecto, ha acuñado una palabra nueva, insólita en la historia del pensamiento humano: la palabra ‘intelectual’”. Mandala, para Giuseppe Tucci, significa cerco: “Ante todo el mandala –escribe Giuseppe Tucci- delinea la superficie consagrada y la preserva de la invasión de las fuerzas disgregadoras simbolizadas en ciclos demoniacos”. Centro y periferia, margen y orilla, la vida es un terrible mandala donde uno se extravía en ocasiones y donde todo es posible y, a la vez, terriblemente extraño. Jugando a la rayuela de la vida uno encuentra y pierde su mandala, encuentra a Maya/María y pierde a Maya/María, escribe graffitis incomprensibles en la blanca pantalla del ciberespacio, roba libros o hace suyos los textos de otros, inaugura y cierra los templos y los cementerios sagrados, y decide parar un último momento ante la perversión de un espejo: allí, reflejado, un ángel maldito y asesino, abyecto y desalmado, vivo y enterrado, busca desesperadamente su mandala. Quizás, en algún lugar extraño, le sea concedido el don de hacerlo suyo y poseerlo de nuevo.

ARGENTINA BEAT

Comparto con mi buen amigo argentino Ernesto Tancovich TUMBAS DE LA GLORIA; la crítica que me hace una vez leído el texto es, sin lugar a dudas, la más importante y la más inteligente de las que he recibido hasta ahora. Una de las cosas que me dice Ernesto me llega muy hondo, porque creo que es de los únicos que ha entendido bien cuáles han sido las fuentes que me han ayudado a escribir TUMBAS DE LA GLORIA, cuáles han sido los poetas, y las bandas sonoras, que me han acompañado en este laboratorio terriblemente imperfecto de la memoria y de la escritura. Me cuenta Ernesto Tancovich: “Lo tuyo va para el lado de lo beat y me da la impresión que tenés que ahondar en ese terreno. Te aconsejo en fb Buenos Aires Poetry. Es de una revista que traduce mucha poesía beat y maldita en general. Te vendría bien, creo, profundizar en una expresión más convulsa, que no tema a la oscuridad. A mí el rock, salvo Janis Joplin, no me dice nada, pero aprecio la literatura beat”. Los consejos que me da Ernesto Tancovich son tan sugerentes, y tan atractivos, que yo me quedo terriblemente prendado de ellos; otra cuestión bien distinta es si yo seré capaz, en el futuro, de seguir estos consejos, de elevar la categoría de mi humilde poesía hasta cotas más altas y más elevadas.
Siguiendo en la línea beat, y sin moverme de la Argentina, echo un vistazo a un libro muy interesante recientemente publicado en España. “Argentina Beat, Derivas Literarias de los Grupos OPIUM y SUNDA”, recupera los inicios de la literatura autorreferencial o confesional en Buenos Aires. Al igual que los poetas beats en los Estados Unidos, se trataba de jóvenes disconformes que empezaron a contar qué les pasaba, en primera persona, en un lenguaje conversacional e integrando la espontaneidad al acto de escribir. Celebraban una épica de la vida cotidiana y de la escritura misma. Si bien en la actualidad es moneda corriente, tanto el estilo como la forma autogestiva de hacer libros fueron algo novedoso en el panorama de las letras nacionales de la década del sesenta. Diagramar, editar, vender de mano en mano, salir por los bares a canjear ejemplares fueron prácticas que empezaron en ese momento. Los beats porteños fundaron la primera editorial autogestiva del país: SUNDA B.A. Montaron espectáculos en el Instituto Di Tella, aparecieron en televisión. Pero siempre fueron ante todo un grupo de amigos con códigos similares. Más de cincuenta años después, “Argentina Beat”, reúne por primera vez los textos de los grupos OPIUM y SUNDA; ambos compartían el desenfado y el humor, además del bar, claro. El gobierno de Illia propició el surgimiento de un oasis creativo que los beats capitalizaron en el bar El Moderno, algo parecido a una base de operaciones. Allí intercambiaban revistas, textos, conformando una pequeña red subterránea, literaria, pseudoclandestina por su marginalidad. CINCO MANIFIESTOS, uno de los textos recogidos en “Argentina Beat”, se inicia con esta magnífica cita de Ezra Pound: “Cantemos al amor y al ocio, nada más merece ser habido”. El Manifiesto Beat de la ciudad de Buenos Aires no deja lugar a dudas: “Asomados a la confusión de Baires, nuestro pan cotidiano, sintiendo todo el peso del hemisferio sur del caos, aparecemos nosotros y opium; nosotros (sátiros-cínicos-borrachos-enamorados hijos de la decadencia de Occidente) gritando y cantando con dedos manchados de nicotina apuntando; nosotros amigos hasta que dejemos de serlo (entre tanto nos dedicaremos poemas); nosotros oliendo nuestro propio aliento alcohólico”. “He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos, arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de un colérico picotazo”. Así comenzaba el gran Allen Ginsberg su inconfundible “Aullido”, poesía beat en estado puro. Hoy que el destino me ha concedido el don de cumplir 55 años extiendo mis manos y mis brazos y establezco un puente mágico, una carretera del trueno de la memoria y de la palabra, y uno en un solo cuerpo las ciudades de Baires y de Madrid; la Velocidad de Escape de las carreteras mágicas une a veces fragmentos de lo imposible transformándolos en piezas de escaparate de una aventura plausible. Baires y Madrid: un solo cuerpo, un solo destino; los angelitos del Cementerio de La Recoleta saben que yo nunca miento.

LA VIDA DAÑADA DE ANÍBAL NÚÑEZ

Como todos los grandes poetas, Aníbal Núñez nunca lo tuvo fácil. Hijo del fotógrafo José Núñez Larraz y de Ángela San Francisco, Aníbal Núñez nació en Salamanca y estudió Filología moderna en la Universidad de esa ciudad; tradujo, entre otros, a Propercio, Catulo y Rimbaud. Aníbal se formó en su ciudad natal; estudió en la Facultad de Filosofía y Letras, en la Escuela de Nobles y Bellas Artes de San Eloy, y en la Escuela de Artes y Oficios; escribió numerosos libros de poesía y dejó una obra pictórica no menos abundante. Aníbal fue un hombre sumamente culto que sabía expresarse en dos lenguajes artísticos –uno plástico, otro poético- con gran soltura y conocimiento y que supo reconocer en la traducción el mejor ejercicio para desarrollar la capacidad técnica del poeta. A pesar de la unidad y la innegable originalidad de su obra, el reconocimiento en vida fue muy parcial e intermitente: incluso habiendo publicado su segundo libro (“Fábulas domésticas”) por expreso deseo de Manuel Vázquez Montalbán en Ocnos (una de las editoriales de distribución nacional más importantes), la crítica ignoró su trabajo. Aníbal Núñez tuvo problemas para publicar el resto de sus libros, y aquellos que cruzaban el umbral de lo inédito sufrían con frecuencia numerosas cortapisas y restricciones. Esta situación hizo que la mayoría de los libros que llegó a publicar hubieran sido escritos por el poeta muchos años antes. Hoy día, la crítica tiene grandes dificultades para encasillar su obra -cada vez más reconocida- en alguna de las tendencias de la poesía española contemporánea. Se puede decir, de manera general pero limitada, que la obra poética de Aníbal Núñez se articula sobre unos principios sustanciales; nos referimos a aquellos puntos en que la crítica incide y parece estar de acuerdo: 1, la disociación entre realidad y sentido; 2, la concepción de su creación como una obra abierta; y 3, la disolución de la historia en el lenguaje poético. Recientemente CALAMBUR ha publicado su Poesía reunida (1967-1987) y uno no puede más que felicitarse por esta excelente iniciativa; tener toda la poesía de Aníbal Núñez en un solo libro resulta magnífico, uno puede navegar por toda la vida poética de uno de nuestros poetas más enigmáticos y más fascinantes. El libro se abre con esta imprescindible declaración de principios: “Los poetas/convocados por unos y por otros,/no pueden escoger entre metales/(tan nobles en su supuesto de materia/inerte): sólo pueden/reafirmar su desprecio a los dos bandos,/morir entre dos fuegos”. (“Situación del poeta, Definición de Savia”).
Si alguien quiere conocer cómo fue la magnífica, y en ocasiones terrible, vida de Aníbal Núñez, le recomiendo encarecidamente que lea “La vida dañada de Aníbal Núñez” (Editorial Delirio), de Fernando R. de la Flor. Narrada en clave de esa poética vital al margen de la Transición española que fue la poesía de Aníbal Núñez, Fernando R. de la Flor comienza así su libro: “REDENCIÓN DEL DETERIORO: Esta imagen, que traza algo de lo que constituyó el mundo sorprendente en que se desenvolvió la vida de Aníbal Núñez, nos abre la perspectiva ciertamente benjaminiana de una suerte de historiador y de poeta que asume para sí la condición de ‘trapero’, recopilador de las vidas extraviadas de objetos y personas. Y es que, como ha escrito Walter Benjamin, «trapero o poeta, a ambos les conciernen los deshechos» y, en suma, todo aquello que no puede ser metabolizado por el espacio social. Recolector de fragmentos perdidos, investigador de fulgores apagados en la historia de la ciudad, testigo de todo menor evento extraordinario (que no parezca una paradoja) en la misma, A.N. fue uno de sus escasos habitantes sin domicilio propio reconocido. «¿Cuál es mi hogar su tacto y su camino?», se pregunta en un verso perfecto. Y sin embargo habremos de considerar la casa familiar de la Avenida del Líbano como su «lugar de refugio», siempre abierto para los momentos en que la deriva devenía en franca derrota (en él el domicilio pudo volverse destino). Una imagen sofisticada suya nos lo muestra colocándose en un gesto furtivo la corona de hiedra del poeta laureado ante el espejo del ascensor que le lleva de vuelta a la matriz originaria. Efectivamente: un «Salicio [vivía] en el tercero izquierda»: ...Y mientras pulsas/el botón de regreso, ante la luna,/ceñir con hiedra artificial la frente”. Aquellos que dedicamos nuestros días a la escritura de poesía y que somos conscientes de ser productores de simples deshechos que jamás serán metabolizados por el maldito espacio social de nuestros días, tenemos en Aníbal Núñez a un verdadero maestro que guía nuestros pasos por la vida poética de nuestro extraño mundo. Aníbal Núñez es, sin lugar a dudas, uno de los nuestros, y, en su imagen, y en su palabra, nosotros nos reflejamos como humildes aprendices de la palabra.

sábado, 1 de abril de 2017

LA MUERTE EN DIRECTO

Vivir en directo, día tras día, la decadencia de un ser querido resulta terrible; escribir sobre ello, me temo, también resulta terrible. Anoche, sin venir a cuento, mi viejo se dio un golpe terrible, no sé bien contra qué, pero quedó dañado; mi viejo sobrevuela la muerte a diario y convivir con él es como asistir, en privado, a la muerte en directo. “La muerte en directo”, del director francés Bertrand Tavernier, es sin lugar a dudas una de las películas más maravillosas que haya podido ver nunca; sobre una intrigante novela de David G. Compton, "The continuous Katherine Mortenhoe", David Rayfiel y el director, Bertrand Tavernier, escriben el guion en el que se basa esta película. Rayando los bordes de la ciencia ficción, en un futuro impreciso, la escritora por computadora (es la computadora "Harriet" quien escribe los textos en base a la programación de la autora) Katherine Mortenhoe (Romy Schneider), es elegida por el productor de la N.T.V., una cadena internacional de televisión, Vincent Ferriman (Harry Dean Stanton), para protagonizar el reality show "Death watch", "La muerte en directo", o sea televisar sus últimos días de vida para los espectadores de todo el mundo. Lo que podría ser considerado como monstruoso y bizarro, va a alcanzar altos puntos de rating, que es el objetivo de la cadena de televisión. Cuentan para ello con una cámara insertada en el cerebro de Roddy Farrow (Harvey Keitel), que transmite todo lo que ve; sólo tiene un inconveniente, no puede permanecer a oscuras; no puede dormir. Con la complicidad del Dr. Mason (William Russell), empleado también de la cadena televisiva, hacen que Katherine reciba la noticia de su próxima muerte; le quedan uno o dos meses como mucho. El Dr. Mason le provee un frasco de pastillas que la ayudarán a evitar los dolores. En ningún momento contesta a la pregunta de Katherine, ¿cuál es mi enfermedad", "la gente tiene úlcera, cáncer, todo lo que los medicamentos puedan proveer, usted sufre de impaciencia". Cuando Vincent le propone el trato a Katherine, ella lo rechaza de plano, quiere morir en el anonimato, tranquila; pero ya es tarde, ya los afiches conteniendo su rostro están por toda la ciudad: "Dead watch". Pero finalmente, un poco cediendo ante la presión de su marido, acepta el trato por 600.000 dólares. Cuando tiene la mitad del dinero consigo, van a una feria americana en el puerto, se compra una peluca y escapa; pero Vincent la ubica pronto, está en un asilo de Gatesbridge y hacia allí va Roddy. De allí en más Kate y Roddy van a vivir una serie de aventuras en el intento de Kate de desaparecer sin dejar rastros; claro, no sabe que al lado suyo tiene la presencia de la cámara continuamente. Las aventuras van a concluir en la casa de campo del ex-marido de Katherine, Gerald Mortenhoe (Max Von Sydow), cuando muchas cosas ya hayan pasado.
Convivir con mi viejo, y presenciar, día a día, su pequeña muerte en directo, es como tener instalada en el cerebro una cámara de video que va grabando todos los detalles de una experiencia extrema de la decadencia. Los viejos, llegando ya a ciertas edades (mi padre ronda ya los 94 años), deberían entender que ya no están aquí para nada interesante; deberían desaparecer de algún modo y dejar vivir a los que tienen a su lado. Los viejos deberían ser más conscientes de sus limitaciones y practicar “ubasute”. ¿Qué qué es el ubasute? El termino ubasute ("abandono de una anciana", también llamado "obasute" y a veces "oyasute", "abandono de un padre o familiar") se refiere a la costumbre supuestamente realizada en Japón en el pasado distante, por la que un pariente enfermo o anciano se lleva a una montaña, o algún otro lugar remoto o desolado, y se deja allí para morir, ya sea por deshidratación, hambre, o la exposición al frio, como una forma de eutanasia. La práctica era supuestamente más común en épocas de sequía y hambre, y a veces recibió el mandato de los funcionarios feudales. Según el Kodansha, enciclopedia ilustrada de Japón, ubasute "es el tema de la leyenda, pero [...] no parece nunca haber sido una costumbre común". La práctica de ubasute es explorada en profundidad en la novela japonesa “La balada de Narayama” (1956) por Shichiro Fukazawa. La novela fue la base de tres películas: Keisuke Kinoshita de La balada de Narayama (1958), el director coreano Kim Ki-young Goryeojang (1963), y Shohei Imamura de La balada de Narayama, que ganó la Palma de Oro en 1983.
Quizás aquellos que lean este texto estén ahora algo indignados; quizás alguno piense que estoy haciendo aquí apología del asesinato, y no andaría muy desencaminados. En general, aquellos que predican el “derecho a la eutanasia”, se referirían a una acción u omisión que aceleraría la muerte de un paciente desahuciado, con su consentimiento, con la intención de evitar sufrimiento y dolor; la eutanasia estaría asociada así al final de la vida sin sufrimiento. Yo pretendo ir un paso más lejos; yo propongo que habría que practicar la eutanasia cuando, independientemente de estar sufriendo una enfermedad terminal o no, independientemente del carácter final de nuestra vida, ya no se está aquí, en este mundo, para nada interesante, cuando ya sólo nos hemos convertido en una pesada carga para nuestros seres queridos. Llegado el caso, yo daría mi consentimiento, sin lugar a dudas, para que se me practicara la muerte en directo, el ubasute japonés, o la eutanasia occidental; y, sí, lo entiendo, uno puede tener un miedo terrible a la muerte y, entonces, resistirse a ello. Mi viejo, por ejemplo, tiene un terrible miedo a la muerte; no quiere que lo deje solo, tiene miedo de estar solo cuando le llegue su hora, y esto resulta comprensible. En “Historia de la muerte en Occidente” (Acantilado), Philippe Ariès narra las diferentes visiones que ésta, la muerte, ha tenido en nuestra cosmovisión occidental a lo largo del tiempo. Ariès se propone demostrar cómo en la civilización occidental hemos pasado de la exaltación de la muerte en la época romántica –a principios del siglo XIX- al rechazo actual de la muerte. “El lector –escribe Ariès- tendrá que armarse de paciencia para soportar la descripción de costumbres que tienen poco más de cien años, y que le parecerán cargadas ya de no sé cuántos siglos”. Time for Dying: “La actitud frente a la muerte se ha alterado no sólo por la alienación del moribundo, sino también porque lo que dura la muerte varía. Ésta no posee ya la hermosa regularidad de antaño: sólo algunas horas que separaban las primeras advertencias del último adiós. Los progresos de la medicina no dejan de prorrogarla. Dentro de ciertos límites, por lo demás, es posible acortarla o alargarla: ello depende de la voluntad del médico, de los equipamientos del hospital y de la riqueza de la familia o del Estado”. Pero volvamos a la experiencia del cine y a la relación de éste con la muerte, con la posibilidad de la muerte. Si “La muerte en directo” de Tavernier, o las diferentes versiones de “La balada de Narayama”, resultan hermosas visiones de la posibilidad de la muerte, “Amor”, del director austriaco Michael Haneke, es quizás una de las películas más terribles que haya podido ver nunca. “Amor” nos brinda una poética lúcida y desesperada de esa última estación humana que supone la vejez y la descomposición corpórea, pero también un bello y triste relato sobre ese fenómeno tan paradoxal que resulta el amor entre dos individuos. Sergio García Guillem, de la Université París 8, en su excelente “The Other in the Mirror”, desgrana las líneas básicas de “Amor”, de Michael Haneke: “La ágil melodía de una Bagatela –escribe García Guillem- abre el telón del último film de Michael Haneke, donde ante un magistral teatro repleto de una aparente masa anónima, el ritmo de la cámara comienza a marcar su compás a través de la música. El desolador viaje que suele acompañar a los films de Haneke es un claro ataque a la conciencia del espectador. Resulta imposible mantener una posición pasiva frente a la consecutiva serie de escenas, sino que son los propios espectadores los que crean parte del universo personal y crítico de sus producciones. La violencia que precede a sus anteriores films encuentra en Amour la expresión de su fineza psicológica más desgarradora. Este film es, a fin de cuentas, la batalla campal de todo ser humano; aquella a la que todos debemos hacer frente: la vejez, la decrepitud de un cuerpo que se encuentra con la enfermedad, es decir, con la autoconciencia de su propia finitud, la soledad del moribundo que no encuentra refugio sino en sí mismo y en la persona amada, acompañando a ésta en una funesta melodía de muerte donde descansan las inagotables notas del piano. Amour nos obliga de igual forma a repensar cierta “metacinematografía”, replanteando ciertos presupuestos partiendo de una determinada estética cinematográfica y de una comprensión del cine que, como el propio Haneke reitera, colisiona con la tradición clásica de la empresa hollywoodiense y se atreve a releer —también a repensar—, los frutos más prolijos de la tradición cinematográfica”.
Si Michael Haneke, como escribe García Guillem, pretende que resulte del todo imposible mantener una posición pasiva ante su film, en mi caso se puede decir que lo ha conseguido. Si en mis últimos años he ido configurando la idea de que ya no estoy para mantener relaciones de pareja, de que se vive mucho mejor solo que mal acompañado, una vez visionado el film de Haneke esta idea cobra mucha más fuerza y echa raíces en mí con la enigmática certeza de que así quiero que sea mi vida en el futuro. Mientras escribo estas líneas mi viejo duerme con su profundo e inalterable sueño de viejo; yo velo su sueño e intento alejar de él esas extrañas alucinaciones que le hacen ver a seres extraños que le acompañan en su sueño, que charlan con él conversaciones extrañas en la que nada tiene sentido. “Dice que no sabe del miedo de la muerte al amor, dice que tiene miedo de la muerte del amor, dice que el amor es muerte de miedo, dice que la muerte es miedo, es amor, dice que no sabe...”, escribió Alejandra Pizarnik. Sólo el amor –añado yo- puede salvarnos de la muerte, esta irrepetible e infinita “muerte en directo” a la que todos, incluso yo mismo ahora, estamos condenados.

viernes, 31 de marzo de 2017

¿Y SI PONGO UNA PALABRA?

Encontramos lo mejor de la poesía de Antonio Vega recopilado en “¿Y si pongo una palabra?” (DEMIPAGE); con un hermoso prólogo de Benjamín Prado y con los poemas de Antonio sobrevolando las páginas del libro como extraños caligramas, encajados en él con el alma exacta de los objetos minimalistas del arte, si a alguien podían quedarle algunas dudas sobre el asunto, éstas quedan completamente despejadas echando un vistazo a sus canciones. Como podemos leer en la página Web de Demipage, “Los poetas, es decir aquellos que sienten poéticamente, no necesitan precisiones técnicas ni estructuras rígidas para extraer poesía independientemente del objeto que tengan delante. Las letras que Antonio Vega puso en sus canciones son poesía de alto calibre, la fuerza de sus versos, la originalidad de sus figuras, inimitables, y su proyección literaria, universal. A Antonio Vega siempre le acompañará la singularidad del autodidacta, pero Jacques Brel, Bob Dylan, Leonard Cohen, Rimbaud y Apollinaire, serán sus compañeros de viaje en enciclopedias futuras”. Yo jamás tuve duda alguna sobre la calidad poética de las letras de Antonio Vega; cuando, a finales de la década de los 70’, y comienzos de los 80’, yo vagabundeaba por las calles de Malasaña o de Chueca, alternando vasos tóxicos de verde absenta con poemas de Rimbaud o Maiakovski, la voz de Antonio Vega era el maravilloso almacén de las experiencias de ese poeta al que soñaba con imitar, aquel que tenía el don perfecto de contar las cosas de la vida como a mí me hubiera gustado contarlas. La primera noche que yo pasé con Irene (yo tenía entonces 17 años e Irene 16), en Comandante Fortea, en casa de mi buen amigo Cristóbal, tuvo como banda sonora algo muy alejado de la música de Antonio Vega; acostados sobre una pequeña y áspera manta, Irene y yo nos pasamos toda la noche escuchando “La Galleta Galáctica”, esa obra maestra de Jaume Sisa que todavía suena en algún tocadiscos imaginario de mi memoria. Cristóbal no tenía entre sus discos el primer disco de Nacha Popo pero, para mí, aquella noche siempre será la noche de “La chica de ayer”; Irene siempre será mi chica de ayer, aquella extraña muchacha que decidió pasar la noche conmigo sin saber bien por qué. Pero volvamos a “¿Y si pongo una palabra?”. Escribe en el prólogo Benjamín Prado: “A Antonio Vega se le perdió algo y tuvo que hacerse compositor para ir a buscarlo dentro de sus canciones. Sus discos cuentan la historia de esa búsqueda y, aunque todo el mundo sabe que escribir es mentir, él escribe tan bien que cuando los escuchas tienes la impresión de que te cuentan la verdad, que es exactamente lo que ocurre con todos los poetas en quienes merece la pena confiar. Verdad y poeta son palabras tal vez demasiado solemnes, de manera que quizá sería mejor matizarlas: donde decía verdad podemos poner ‘su verdad’, y ‘poeta’ lo podemos cambiar por poesía, porque Antonio Vega no escribe poesía sino canciones, pero sus canciones están llenas de versos memorables y, sobre todo, tienen el ambiente de la buena poesía, están hechas de palabras esenciales y no están construidas para flotar en la superficie de las cosas sino para descender hasta su fondo. Son canciones que existen porque tienen algo que decir. Lo cual puede ser obvio, pero no es tan habitual, y no hay más que poner la radio para darse cuenta”.
Todos aquellos que sabemos bien qué significa eso de “perder algo” y que decidimos, en algún momento de nuestras extrañas vidas, ponernos en manos del Arte con la inocente suposición de que allí -componiendo canciones, escribiendo poemas, o garabateando con oleos- llegaríamos a encontrarlo, sabemos bien a qué se refiere Benjamín Prado; la voluntad de expresión, más allá del soporte y los medios elegidos para ello, no es más que eso: voluntad de justificar la vida y de encontrar aquello que un día se nos perdió, voluntad de encontrarnos y de encontrar aquello que, al final, nos justifique y justifique el mundo y la vida. “Leyendo ahora las canciones de este libro –continúa Benjamín Prado-, el tamaño de Antonio Vega como letrista aumenta, y para el lector habitual de poesía es sencillo ver el trabajo minucioso que hay detrás de muchos de sus textos; su palabra por la batalla justa o la asociación inesperada, por desordenar las cosas que se oyen, agrupar silencios y ver cada cosa a su escala real, como él decía; su capacidad para construir metáforas como el químico que elabora un perfume, logrando como por arte de magia que lo más grande quepa en lo más pequeño y la historia de muchos se pueda resumir en una línea; o, finalmente, su empeño de encontrarle otro lenguaje a las canciones, más allá de los caminos conocidos, los ecos fáciles, o las rimas cómodas. La inspiración es el último recurso de los malos escritores, los buenos les ganan sus versos al diccionario, combatiéndolo página a página. Dicho eso, ya se puede decir todo lo contrario y que las dos cosas sean verdad: cuánta inspiración parece haber en sus temas más brillantes, qué momento de gracia parecen haber captado a veces sus discos”. Cuando, a finales de 2008 yo viajé a Buenos Aires a encontrarme con Pini, mi secretaria y mariposa de Pekín allí en Baires, yo viajé ligero de equipaje, pero viajé con “Básico”, el excelente unplugged de Antonio Vega; yo viajaba con mi pesada carga de obsesiones y adicciones, pero también viajaba con la magnífica carga de obsesiones y adicciones de Antonio Vega. Y es que todo resultaba, entonces, bastante ‘básico’: lo que Pini y yo estábamos viviendo en la primavera porteña no era más que una extraña lucha de gigantes entre dos seres humanos contaminados de vida y de poesía; que las cosas no salieran bien del todo no deja de ser una simple anécdota en una historia que debería pasar a la enciclopedia de las historias fantásticas y maravillosas. “Un buen poema es siempre el mapa de un tesoro, la crónica de la aventura que sirvió para descubrirlo”, escribe Benjamín Prado en el prólogo a “¿Y si pongo una palabra?”. Y a mí me da por pensar que, quizás, algún día yo pueda escribir ese buen poema que, como un mapa extraño del tesoro, narre la crónica de la aventura que sirvió para descubrirlo. Que cuente cómo justifico yo mi paso por el mundo y como lucho, desesperadamente, por encontrar aquello que se me perdió, inexplicablemente, un extraño y misterioso día.

ARREBATO

Mi psiquiatra estaba verdaderamente desesperada. Habían pasado ya años de mi tratamiento psiquiátrico, pero yo no mejoraba; seguía depre, envuelto en nubes oscuras que amenazaban siempre con tormenta, con descargar lluvia ácida cuando uno menos lo esperaba. Y fue entonces cuando mi psiquiatra tomó una decisión ciertamente inesperada; mi psiquiatra decidía mandarme a un Hospital Psiquiátrico, al primer Hospital Psiquiátrico que yo iba a pisar en mi extraña vida. El Hospital escogido para tratar que yo mejorara en mi ánimo negro fue el Hospital Psiquiátrico de Leganés; de aquella extraordinaria experiencia guardo entrañables recuerdos, momentos de amistad inexpugnable compartidos con locos magníficos, con hombres y mujeres que buscaban desesperadamente dar sentido a sus extraordinarias y extrañas vidas, experiencias extremas de una vida que cobra sentido en los lugares más fronterizos y más extraordinarios. Pasé un largo año en el Hospital Psiquiátrico de Leganés; estuve allí en régimen abierto, pasaba las horas de la mañana en divertidas e interesantes actividades, comía allí en compañía de mis amigos locos y, a eso de las cinco de la tarde, volvía a casa. Una de las actividades más divertidas e interesantes se celebraba los jueves; los pacientes elegían una película de su colección de películas de video y ésta se compartía en una de las salas de cine más maravillosas a la que haya asistido nunca. Recuerdo que, cuando me tocó el turno de elegir película, tuve que decidir entre varios films que yo consideraba imprescindibles en mi educación cinematográfica. Después de hacer los descartes oportunos, dos películas quedaron para la decisión final: “Qué bello es vivir”, de Frank Capra, y “Arrebato”, de Iván Zulueta. Quizás yo tendría que haber elegido la película de Capra, porque quizás mis amigos locos, viendo este maravilloso film, hubieran comprendido que merece la pena aferrase a la vida, que esta puta vida es lo mejor que tenemos y que hayamos tenido nunca. Pero, no sé bien por qué, yo decidí al final proyectar el film de Iván Zulueta.
“Arrebato” es el segundo largometraje del realizador Iván Zulueta. Es una película de carácter vanguardista, tanto en la forma como en su contenido. Se estrena en el contexto de la movida madrileña y, pese a su éxito, permanece en la sombra durante la década de los 90’, hasta su reestreno en 2002 y su reedición en DVD. En el film, José Sirgado (Eusebio Poncela), director de películas de Serie B, está en crisis creativa y personal. No es capaz de consolidar su ruptura con Ana (Cecilia Roth) y además recibe noticias de un inquietante conocido (Will More), adicto a filmar en Super 8 y obsesionado en descubrir la esencia del cine. Cuenta la leyenda que, pese a la presencia de Eusebio Poncela, Cecilia Roth, Marta Fernández Muro y una estrella oscura de la noche madrileña conocida como Will More, “Arrebato” no funcionó en taquilla. Zulueta desapareció, arrastrado por la adicción a la heroína y por un bloqueo emocional que terminó de estallar durante el rodaje. Pasado el tiempo Iván Zulueta confesó que había visto este largometraje sólo unas seis veces, porque le dolía demasiado. Cuando mis amigos locos terminaron de ver “Arrebato”, todos quedaron sumidos en un inexplicable silencio; si exceptuamos a mi buen amigo Juan Carlos (que era un amante del cine de Lars von Triers), ninguno de ellos había visto nunca una película como aquella que, a pesar del paso de los años, continuaba siendo un ejemplo magnífico de experimentación y creación al margen de las modas y de los cánones establecidos. Recuerdo que, cuando terminó la proyección de “Arrebato”, sólo se acercó hasta mí una de las psiquiatras del Hospital, una jovencísima psiquiatra vestida de negro, con un escote magnífico en el que se podían imaginar dos tetas poderosas y magníficas. “Ha sido estupendo –me dijo esta bella muchacha-; ha sido estupendo”.

miércoles, 29 de marzo de 2017

ODIO FACEBOOK

Harto de hacer el canelo en la Red Social que inventó Mark Zuckerberg, no se me ocurre otra cosa mejor que hacer una búsqueda en Google e intentar encontrar personas que piensen lo mismo que lo que yo ahora pienso: ODIO FACEBOOK. Si he de tomar en serio a Google, nada más y nada menos que 43.800.000 de entradas me llevarían hasta lugares donde alguien ha pensado, más o menos, en la misma dirección que yo apunto ahora: ODIO FACEBOOK. Intentaré resumir algunas de las mejores ideas que me he encontrado a lo largo de esta laboriosa y divertida búsqueda. Daniel Krauze, desde su blog La Oveja Perdida, ha observado atentamente todas las tendencias, los hábitos, y las costumbres, que hacen de FACEBOOK un producto verdaderamente odioso. Me voy a permitir copiar aquí todas las reflexiones de Daniel Krauze porque, pienso, no tienen desperdicio. Dice Krauze: “¿Por qué odio Facebook? Fácil. Porque es la punta de lanza de la tecnología impersonal, de la tendencia que tiene el siglo XXI de encoger el mundo, de aniquilar el concepto de distancia. Odio Facebook porque desvanece lo rotundo de los hechos; la noción de la ausencia y la presencia. Decir adiós no es decir adiós si puedo ver las fotos de una persona con sólo dar dos clicks. Odio Facebook porque sube las fachadas a un pedestal, porque es el imperio de lo superfluo: en donde somos sólo apariencia, donde escogemos cómo queremos proyectarnos, donde escogemos ser todo sonrisas, fiesta y amigos. Odio Facebook porque desconoce el significado de soledad. Porque su interfaz no entiende de autonomías, ni de singularidad: porque está hecho para unirnos por nuestras similitudes y no por nuestras diferencias. Pretende que somos homogéneos, y está ganando la batalla. Odio Facebook por su carácter pornográfico, de voyeur. Odio Facebook por su carácter de estadista, por su obsesión con los números de amigos, los números de mensajes, de wall posts, de aplicaciones. Odio Facebook porque nos hace creer que las amistades se pueden forjar sin necesidad de vernos y tocarnos. Odio Facebook porque cree que está acabando con el misterio. Lo odio porque llegó para quedarse. Porque quiere acabar con el e-mail y con la llamada telefónica. Porque nos hace ovejas y nosotros, felices, nos encerramos en el corral”. Magnífico Krauze, magnífico.
Yo nunca hubiera sido capaz de expresarlo mejor, pero todas estas ideas son exactamente las mismas que me han venido rondando en la cabeza desde decidí entrar en FACEBOOK. Y, ¿por qué decidí entrar en FACEBOOK? Y, bueno, yo acababa de colgar en Amazon mi último libro de poemas, se lo comenté a una buena amiga y ella me pidió permiso para publicitarlo en FACEBOOK. Entonces, yo me dije: ¿y por qué no entro yo mismo en FACEBOOK y me encargo yo mismo de la publicidad del libro? Han pasado dos o tres semanas de aquello; nadie ha comprado mi libro en Amazon; también he aprovechado para publicitar mi blog, pero tampoco puedo asegurar que las visitas que tengo procedan de FACEBOOK. Al principio, en FACEBOOK, yo comencé a hacer lo que todo el mundo hace: colgar fotografías mías o de la familia, buscar y agregar amigos, colgar textos míos o de otros, colgar fotografías de otros que ya se encuentran en la red (¿y qué utilidad tiene entonces colgarlas de nuevo?), hacer comentarios puntuales, etcétera. En seguida me di cuenta de que, en FACEBOOK, todo el mundo comparte una pasión obsesiva por el exhibicionismo, a nadie parece preocuparle mostrar lo mejor de su vida privada a otros desconocidos que vienen a hacer exactamente lo mismo: desnudar sus miserias, mostrarse a sí mismos sin ninguna clase de reparos, mostrar a sus hijos y a los miembros de su familia como si éstos no necesitaran el amparo de la privacidad, la bendita soledad de sus vidas privadas. No llevaba ni un par de días en FACEBOOK cuando enseguida me acordé del bueno de Guy Debord y de La Sociedad del Espectáculo; enseguida me di cuenta de que, en FACEBOOK, había algo perversamente espectacular que tenía que ver con la maldita sociedad en la que vivimos, con esa manía persecutoria, y espectacular, que parece perseguirnos allí donde encaminamos nuestros pasos. Cualquier parágrafo del texto de Debord concuerda exactamente con la experiencia particular que uno vive en FACEBOOK. “El espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación. En tanto que parte de la sociedad, es expresamente el sector que concentra todas las miradas y todas las conciencias. Precisamente porque este sector está separado es el lugar de la mirada engañada y de la falsa conciencia; y la unificación que lleva a cabo no es sino un lenguaje oficial de la separación generalizada”. O bien: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes”. O más aún: “El espectáculo no puede entenderse como el abuso de un mundo visual, el producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Es más bien una Weltanschauung que ha llegado a ser efectiva, a traducirse materialmente. Es una visión del mundo que se ha objetivado”. Suelo hacer crítica privada de todas las actividades que llevo a cabo en este extraño mundo, sobre todo con vistas a no tener que pedirme cuentas en un futuro cercano, algo que me ha pasado muy a menudo a lo largo del tiempo. He decidido que, a partir de este momento, una vez que haga enlace a este texto desde mi hogar cibernético en FACEBOOK, dejaré de proyectar mis cosas en ese sucio lugar del ciberespacio: no tengo ganas de tener que vomitar sobre mi propia tumba pasado un tiempo. Ahora sólo pienso en cómo diablos se pueden eliminar todos los signos, las huellas, las imágenes de mí mismo, y de mi vida privada, que, por una terrible dislocación de mis principios más nobles he dejado allí donde nunca tuve que poner un pie, donde jamás debí asomar mi extraña cabeza para chocar contra un muro extraño, y poblado de seres extrañados, extranjeros, y extraños. Seguiremos informando.

lunes, 27 de marzo de 2017

TENÍA QUE SOBREVIVIR

En el Prefacio de “Viven. La Tragedia de los Andes”, Piers Paul Read escribe: “El 12 de octubre de 1972, un avión Fairchild F-227 de la Fuerza Aérea Uruguaya, alquilado por un equipo amateur de rugby, despegó de Montevideo, en Uruguay, en vuelo hacia Santiago de Chile. Noticias de mal tiempo en los Andes, obligaron al avión a aterrizar en la ciudad de Mendoza en territorio argentino. Al día siguiente mejoró el tiempo. El avión despegó otra vez y voló hacia el Sur en busca del paso Planchón. A las 15,21 el piloto comunicó al control del tránsito aéreo argentino que sobrevolaba el paso Planchón, y a las 15,24 que estaban sobre la ciudad de Curicó, en Chile. Se le autorizó a virar al Norte y comenzar el descenso hacia el aeropuerto de Pudahuel. A las 15,30 comunicó que volaba a una altura de 5.000 metros, pero cuando la torre de control de Santiago trató de comunicar con el avión un minuto más tarde, no hubo respuesta. Durante ocho días los chilenos, argentinos y uruguayos buscaron el aparato. Entre los pasajeros no sólo figuraban los quince miembros del equipo de rugby, sino también veinticinco amigos y parientes de los jugadores, pertenecientes todos a familias uruguayas acomodadas. La búsqueda no tuvo éxito. No había duda de que el piloto había calculado mal la posición y virado al Norte, hacia Santiago, cuando todavía se encontraba en medio de las montañas. Era a principios de la primavera en el hemisferio sur, y en los Andes había nevado copiosamente. El techo del avión era blanco. Existían muy pocas posibilidades de encontrarlo, y menos aún de que alguno de los cuarenta y cinco pasajeros y miembros de la tripulación hubieran sobrevivido a la catástrofe. Diez semanas más tarde, un arriero chileno que se encontraba apacentando el ganado en un valle remoto en las profundidades de los Andes vio, al otro lado de un torrente, las figuras de dos hombres. Le hicieron gestos muy exagerados y cayeron de rodillas como si suplicaran, pero el arriero, creyendo que serían terroristas o turistas, desapareció. Al día siguiente, cuando volvió al mismo lugar, las dos figuras continuaban aún allí y de nuevo le hicieron gestos indicándole que se aproximara. Se acercó a la orilla del río y lanzó hacia el otro lado un papel y un bolígrafo envueltos en un pañuelo. El harapiento barbudo lo recogió, escribió algo en el papel y por el mismo sistema se lo devolvió al arriero. Decía: «Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo...» Había dieciséis supervivientes. Esta es la historia de lo que padecieron y de cómo sobrevivieron”. «¡Viven!» La tragedia de los Andes, es un libro basado en hechos reales y en las entrevistas realizadas a los dieciséis supervivientes del accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya. Los supervivientes fueron José Pedro Algorta, Roberto Canessa, Alfredo Delgado, Daniel Fernández, Roberto François, Roy Harley, José Luis Inciarte, Javier Methol, Álvaro Mangino, Carlos Páez Rodríguez, Fernando Parrado, Ramón Sabella, Adolfo Strauch, Eduardo Strauch, Antonio Vizintín y Gustavo Zerbino, quienes escriben el prólogo del libro. De los veintinueve que estaban vivos a los pocos días del accidente, otros ocho fueron muertos por un alud que barrió su refugio en los restos. Los sobrevivientes tenían poca comida y ninguna fuente de calor en la dureza del clima, a más de 3.600 metros de altitud. Pudieron escuchar en las noticias en la radio que la búsqueda de ellos había sido abandonada. Los equipos de rescate no dieron cuenta de los supervivientes hasta 72 días después del accidente, cuando los pasajeros Fernando Parrado y Roberto Canessa, después de un viaje de 10 días a través de los Andes, se encuentran con un chileno, Sergio Catalán, que alertó a las autoridades sobre la existencia de los otros supervivientes. El hecho también es conocido como "el milagro de los Andes". Los supervivientes tuvieron que recurrir a la antropofagia para subsistir las diez semanas en las montañas. “Viven. La tragedia de los Andes” es, sin lugar a dudas, uno de los libros más apasionantes, y enigmáticos, que he tenido nunca antes entre mis manos.
Ahora, cuarenta y cinco años después de esta terrible aventura, uno de los supervivientes, Roberto Canessa, médico y ex jugador uruguayo de rugby, presenta en España su último libro: “Tenía que sobrevivir” (Planeta Libros). En él Canessa cuenta cómo el accidente en los Andes inspiró su vocación para salvar vidas. Publicado en Uruguay, Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, en español e inglés, una parte de las ganancias del libro es para la «Fundación Corazoncitos». “Tenía que sobrevivir” es una excelente oportunidad para reunirnos de nuevo con estos hombres magníficos que sobrevivieron a pesar de toda lógica, por encima de las terribles inclemencias del clima, y condenados a devorar los cadáveres de los compañeros muertos para poder seguir viviendo. Sin duda alguna, una estremecedora, y aleccionadora, aventura.