viernes, 31 de marzo de 2017

¿Y SI PONGO UNA PALABRA?

Encontramos lo mejor de la poesía de Antonio Vega recopilado en “¿Y si pongo una palabra?” (DEMIPAGE); con un hermoso prólogo de Benjamín Prado y con los poemas de Antonio sobrevolando las páginas del libro como extraños caligramas, encajados en él con el alma exacta de los objetos minimalistas del arte, si a alguien podían quedarle algunas dudas sobre el asunto, éstas quedan completamente despejadas echando un vistazo a sus canciones. Como podemos leer en la página Web de Demipage, “Los poetas, es decir aquellos que sienten poéticamente, no necesitan precisiones técnicas ni estructuras rígidas para extraer poesía independientemente del objeto que tengan delante. Las letras que Antonio Vega puso en sus canciones son poesía de alto calibre, la fuerza de sus versos, la originalidad de sus figuras, inimitables, y su proyección literaria, universal. A Antonio Vega siempre le acompañará la singularidad del autodidacta, pero Jacques Brel, Bob Dylan, Leonard Cohen, Rimbaud y Apollinaire, serán sus compañeros de viaje en enciclopedias futuras”. Yo jamás tuve duda alguna sobre la calidad poética de las letras de Antonio Vega; cuando, a finales de la década de los 70’, y comienzos de los 80’, yo vagabundeaba por las calles de Malasaña o de Chueca, alternando vasos tóxicos de verde absenta con poemas de Rimbaud o Maiakovski, la voz de Antonio Vega era el maravilloso almacén de las experiencias de ese poeta al que soñaba con imitar, aquel que tenía el don perfecto de contar las cosas de la vida como a mí me hubiera gustado contarlas. La primera noche que yo pasé con Irene (yo tenía entonces 17 años e Irene 16), en Comandante Fortea, en casa de mi buen amigo Cristóbal, tuvo como banda sonora algo muy alejado de la música de Antonio Vega; acostados sobre una pequeña y áspera manta, Irene y yo nos pasamos toda la noche escuchando “La Galleta Galáctica”, esa obra maestra de Jaume Sisa que todavía suena en algún tocadiscos imaginario de mi memoria. Cristóbal no tenía entre sus discos el primer disco de Nacha Popo pero, para mí, aquella noche siempre será la noche de “La chica de ayer”; Irene siempre será mi chica de ayer, aquella extraña muchacha que decidió pasar la noche conmigo sin saber bien por qué. Pero volvamos a “¿Y si pongo una palabra?”. Escribe en el prólogo Benjamín Prado: “A Antonio Vega se le perdió algo y tuvo que hacerse compositor para ir a buscarlo dentro de sus canciones. Sus discos cuentan la historia de esa búsqueda y, aunque todo el mundo sabe que escribir es mentir, él escribe tan bien que cuando los escuchas tienes la impresión de que te cuentan la verdad, que es exactamente lo que ocurre con todos los poetas en quienes merece la pena confiar. Verdad y poeta son palabras tal vez demasiado solemnes, de manera que quizá sería mejor matizarlas: donde decía verdad podemos poner ‘su verdad’, y ‘poeta’ lo podemos cambiar por poesía, porque Antonio Vega no escribe poesía sino canciones, pero sus canciones están llenas de versos memorables y, sobre todo, tienen el ambiente de la buena poesía, están hechas de palabras esenciales y no están construidas para flotar en la superficie de las cosas sino para descender hasta su fondo. Son canciones que existen porque tienen algo que decir. Lo cual puede ser obvio, pero no es tan habitual, y no hay más que poner la radio para darse cuenta”.
Todos aquellos que sabemos bien qué significa eso de “perder algo” y que decidimos, en algún momento de nuestras extrañas vidas, ponernos en manos del Arte con la inocente suposición de que allí -componiendo canciones, escribiendo poemas, o garabateando con oleos- llegaríamos a encontrarlo, sabemos bien a qué se refiere Benjamín Prado; la voluntad de expresión, más allá del soporte y los medios elegidos para ello, no es más que eso: voluntad de justificar la vida y de encontrar aquello que un día se nos perdió, voluntad de encontrarnos y de encontrar aquello que, al final, nos justifique y justifique el mundo y la vida. “Leyendo ahora las canciones de este libro –continúa Benjamín Prado-, el tamaño de Antonio Vega como letrista aumenta, y para el lector habitual de poesía es sencillo ver el trabajo minucioso que hay detrás de muchos de sus textos; su palabra por la batalla justa o la asociación inesperada, por desordenar las cosas que se oyen, agrupar silencios y ver cada cosa a su escala real, como él decía; su capacidad para construir metáforas como el químico que elabora un perfume, logrando como por arte de magia que lo más grande quepa en lo más pequeño y la historia de muchos se pueda resumir en una línea; o, finalmente, su empeño de encontrarle otro lenguaje a las canciones, más allá de los caminos conocidos, los ecos fáciles, o las rimas cómodas. La inspiración es el último recurso de los malos escritores, los buenos les ganan sus versos al diccionario, combatiéndolo página a página. Dicho eso, ya se puede decir todo lo contrario y que las dos cosas sean verdad: cuánta inspiración parece haber en sus temas más brillantes, qué momento de gracia parecen haber captado a veces sus discos”. Cuando, a finales de 2008 yo viajé a Buenos Aires a encontrarme con Pini, mi secretaria y mariposa de Pekín allí en Baires, yo viajé ligero de equipaje, pero viajé con “Básico”, el excelente unplugged de Antonio Vega; yo viajaba con mi pesada carga de obsesiones y adicciones, pero también viajaba con la magnífica carga de obsesiones y adicciones de Antonio Vega. Y es que todo resultaba, entonces, bastante ‘básico’: lo que Pini y yo estábamos viviendo en la primavera porteña no era más que una extraña lucha de gigantes entre dos seres humanos contaminados de vida y de poesía; que las cosas no salieran bien del todo no deja de ser una simple anécdota en una historia que debería pasar a la enciclopedia de las historias fantásticas y maravillosas. “Un buen poema es siempre el mapa de un tesoro, la crónica de la aventura que sirvió para descubrirlo”, escribe Benjamín Prado en el prólogo a “¿Y si pongo una palabra?”. Y a mí me da por pensar que, quizás, algún día yo pueda escribir ese buen poema que, como un mapa extraño del tesoro, narre la crónica de la aventura que sirvió para descubrirlo. Que cuente cómo justifico yo mi paso por el mundo y como lucho, desesperadamente, por encontrar aquello que se me perdió, inexplicablemente, un extraño y misterioso día.

ARREBATO

Mi psiquiatra estaba verdaderamente desesperada. Habían pasado ya años de mi tratamiento psiquiátrico, pero yo no mejoraba; seguía depre, envuelto en nubes oscuras que amenazaban siempre con tormenta, con descargar lluvia ácida cuando uno menos lo esperaba. Y fue entonces cuando mi psiquiatra tomó una decisión ciertamente inesperada; mi psiquiatra decidía mandarme a un Hospital Psiquiátrico, al primer Hospital Psiquiátrico que yo iba a pisar en mi extraña vida. El Hospital escogido para tratar que yo mejorara en mi ánimo negro fue el Hospital Psiquiátrico de Leganés; de aquella extraordinaria experiencia guardo entrañables recuerdos, momentos de amistad inexpugnable compartidos con locos magníficos, con hombres y mujeres que buscaban desesperadamente dar sentido a sus extraordinarias y extrañas vidas, experiencias extremas de una vida que cobra sentido en los lugares más fronterizos y más extraordinarios. Pasé un largo año en el Hospital Psiquiátrico de Leganés; estuve allí en régimen abierto, pasaba las horas de la mañana en divertidas e interesantes actividades, comía allí en compañía de mis amigos locos y, a eso de las cinco de la tarde, volvía a casa. Una de las actividades más divertidas e interesantes se celebraba los jueves; los pacientes elegían una película de su colección de películas de video y ésta se compartía en una de las salas de cine más maravillosas a la que haya asistido nunca. Recuerdo que, cuando me tocó el turno de elegir película, tuve que decidir entre varios films que yo consideraba imprescindibles en mi educación cinematográfica. Después de hacer los descartes oportunos, dos películas quedaron para la decisión final: “Qué bello es vivir”, de Frank Capra, y “Arrebato”, de Iván Zulueta. Quizás yo tendría que haber elegido la película de Capra, porque quizás mis amigos locos, viendo este maravilloso film, hubieran comprendido que merece la pena aferrase a la vida, que esta puta vida es lo mejor que tenemos y que hayamos tenido nunca. Pero, no sé bien por qué, yo decidí al final proyectar el film de Iván Zulueta.
“Arrebato” es el segundo largometraje del realizador Iván Zulueta. Es una película de carácter vanguardista, tanto en la forma como en su contenido. Se estrena en el contexto de la movida madrileña y, pese a su éxito, permanece en la sombra durante la década de los 90’, hasta su reestreno en 2002 y su reedición en DVD. En el film, José Sirgado (Eusebio Poncela), director de películas de Serie B, está en crisis creativa y personal. No es capaz de consolidar su ruptura con Ana (Cecilia Roth) y además recibe noticias de un inquietante conocido (Will More), adicto a filmar en Super 8 y obsesionado en descubrir la esencia del cine. Cuenta la leyenda que, pese a la presencia de Eusebio Poncela, Cecilia Roth, Marta Fernández Muro y una estrella oscura de la noche madrileña conocida como Will More, “Arrebato” no funcionó en taquilla. Zulueta desapareció, arrastrado por la adicción a la heroína y por un bloqueo emocional que terminó de estallar durante el rodaje. Pasado el tiempo Iván Zulueta confesó que había visto este largometraje sólo unas seis veces, porque le dolía demasiado. Cuando mis amigos locos terminaron de ver “Arrebato”, todos quedaron sumidos en un inexplicable silencio; si exceptuamos a mi buen amigo Juan Carlos (que era un amante del cine de Lars von Triers), ninguno de ellos había visto nunca una película como aquella que, a pesar del paso de los años, continuaba siendo un ejemplo magnífico de experimentación y creación al margen de las modas y de los cánones establecidos. Recuerdo que, cuando terminó la proyección de “Arrebato”, sólo se acercó hasta mí una de las psiquiatras del Hospital, una jovencísima psiquiatra vestida de negro, con un escote magnífico en el que se podían imaginar dos tetas poderosas y magníficas. “Ha sido estupendo –me dijo esta bella muchacha-; ha sido estupendo”.

miércoles, 29 de marzo de 2017

ODIO FACEBOOK

Harto de hacer el canelo en la Red Social que inventó Mark Zuckerberg, no se me ocurre otra cosa mejor que hacer una búsqueda en Google e intentar encontrar personas que piensen lo mismo que lo que yo ahora pienso: ODIO FACEBOOK. Si he de tomar en serio a Google, nada más y nada menos que 43.800.000 de entradas me llevarían hasta lugares donde alguien ha pensado, más o menos, en la misma dirección que yo apunto ahora: ODIO FACEBOOK. Intentaré resumir algunas de las mejores ideas que me he encontrado a lo largo de esta laboriosa y divertida búsqueda. Daniel Krauze, desde su blog La Oveja Perdida, ha observado atentamente todas las tendencias, los hábitos, y las costumbres, que hacen de FACEBOOK un producto verdaderamente odioso. Me voy a permitir copiar aquí todas las reflexiones de Daniel Krauze porque, pienso, no tienen desperdicio. Dice Krauze: “¿Por qué odio Facebook? Fácil. Porque es la punta de lanza de la tecnología impersonal, de la tendencia que tiene el siglo XXI de encoger el mundo, de aniquilar el concepto de distancia. Odio Facebook porque desvanece lo rotundo de los hechos; la noción de la ausencia y la presencia. Decir adiós no es decir adiós si puedo ver las fotos de una persona con sólo dar dos clicks. Odio Facebook porque sube las fachadas a un pedestal, porque es el imperio de lo superfluo: en donde somos sólo apariencia, donde escogemos cómo queremos proyectarnos, donde escogemos ser todo sonrisas, fiesta y amigos. Odio Facebook porque desconoce el significado de soledad. Porque su interfaz no entiende de autonomías, ni de singularidad: porque está hecho para unirnos por nuestras similitudes y no por nuestras diferencias. Pretende que somos homogéneos, y está ganando la batalla. Odio Facebook por su carácter pornográfico, de voyeur. Odio Facebook por su carácter de estadista, por su obsesión con los números de amigos, los números de mensajes, de wall posts, de aplicaciones. Odio Facebook porque nos hace creer que las amistades se pueden forjar sin necesidad de vernos y tocarnos. Odio Facebook porque cree que está acabando con el misterio. Lo odio porque llegó para quedarse. Porque quiere acabar con el e-mail y con la llamada telefónica. Porque nos hace ovejas y nosotros, felices, nos encerramos en el corral”. Magnífico Krauze, magnífico.
Yo nunca hubiera sido capaz de expresarlo mejor, pero todas estas ideas son exactamente las mismas que me han venido rondando en la cabeza desde decidí entrar en FACEBOOK. Y, ¿por qué decidí entrar en FACEBOOK? Y, bueno, yo acababa de colgar en Amazon mi último libro de poemas, se lo comenté a una buena amiga y ella me pidió permiso para publicitarlo en FACEBOOK. Entonces, yo me dije: ¿y por qué no entro yo mismo en FACEBOOK y me encargo yo mismo de la publicidad del libro? Han pasado dos o tres semanas de aquello; nadie ha comprado mi libro en Amazon; también he aprovechado para publicitar mi blog, pero tampoco puedo asegurar que las visitas que tengo procedan de FACEBOOK. Al principio, en FACEBOOK, yo comencé a hacer lo que todo el mundo hace: colgar fotografías mías o de la familia, buscar y agregar amigos, colgar textos míos o de otros, colgar fotografías de otros que ya se encuentran en la red (¿y qué utilidad tiene entonces colgarlas de nuevo?), hacer comentarios puntuales, etcétera. En seguida me di cuenta de que, en FACEBOOK, todo el mundo comparte una pasión obsesiva por el exhibicionismo, a nadie parece preocuparle mostrar lo mejor de su vida privada a otros desconocidos que vienen a hacer exactamente lo mismo: desnudar sus miserias, mostrarse a sí mismos sin ninguna clase de reparos, mostrar a sus hijos y a los miembros de su familia como si éstos no necesitaran el amparo de la privacidad, la bendita soledad de sus vidas privadas. No llevaba ni un par de días en FACEBOOK cuando enseguida me acordé del bueno de Guy Debord y de La Sociedad del Espectáculo; enseguida me di cuenta de que, en FACEBOOK, había algo perversamente espectacular que tenía que ver con la maldita sociedad en la que vivimos, con esa manía persecutoria, y espectacular, que parece perseguirnos allí donde encaminamos nuestros pasos. Cualquier parágrafo del texto de Debord concuerda exactamente con la experiencia particular que uno vive en FACEBOOK. “El espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación. En tanto que parte de la sociedad, es expresamente el sector que concentra todas las miradas y todas las conciencias. Precisamente porque este sector está separado es el lugar de la mirada engañada y de la falsa conciencia; y la unificación que lleva a cabo no es sino un lenguaje oficial de la separación generalizada”. O bien: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes”. O más aún: “El espectáculo no puede entenderse como el abuso de un mundo visual, el producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Es más bien una Weltanschauung que ha llegado a ser efectiva, a traducirse materialmente. Es una visión del mundo que se ha objetivado”. Suelo hacer crítica privada de todas las actividades que llevo a cabo en este extraño mundo, sobre todo con vistas a no tener que pedirme cuentas en un futuro cercano, algo que me ha pasado muy a menudo a lo largo del tiempo. He decidido que, a partir de este momento, una vez que haga enlace a este texto desde mi hogar cibernético en FACEBOOK, dejaré de proyectar mis cosas en ese sucio lugar del ciberespacio: no tengo ganas de tener que vomitar sobre mi propia tumba pasado un tiempo. Ahora sólo pienso en cómo diablos se pueden eliminar todos los signos, las huellas, las imágenes de mí mismo, y de mi vida privada, que, por una terrible dislocación de mis principios más nobles he dejado allí donde nunca tuve que poner un pie, donde jamás debí asomar mi extraña cabeza para chocar contra un muro extraño, y poblado de seres extrañados, extranjeros, y extraños. Seguiremos informando.

lunes, 27 de marzo de 2017

TENÍA QUE SOBREVIVIR

En el Prefacio de “Viven. La Tragedia de los Andes”, Piers Paul Read escribe: “El 12 de octubre de 1972, un avión Fairchild F-227 de la Fuerza Aérea Uruguaya, alquilado por un equipo amateur de rugby, despegó de Montevideo, en Uruguay, en vuelo hacia Santiago de Chile. Noticias de mal tiempo en los Andes, obligaron al avión a aterrizar en la ciudad de Mendoza en territorio argentino. Al día siguiente mejoró el tiempo. El avión despegó otra vez y voló hacia el Sur en busca del paso Planchón. A las 15,21 el piloto comunicó al control del tránsito aéreo argentino que sobrevolaba el paso Planchón, y a las 15,24 que estaban sobre la ciudad de Curicó, en Chile. Se le autorizó a virar al Norte y comenzar el descenso hacia el aeropuerto de Pudahuel. A las 15,30 comunicó que volaba a una altura de 5.000 metros, pero cuando la torre de control de Santiago trató de comunicar con el avión un minuto más tarde, no hubo respuesta. Durante ocho días los chilenos, argentinos y uruguayos buscaron el aparato. Entre los pasajeros no sólo figuraban los quince miembros del equipo de rugby, sino también veinticinco amigos y parientes de los jugadores, pertenecientes todos a familias uruguayas acomodadas. La búsqueda no tuvo éxito. No había duda de que el piloto había calculado mal la posición y virado al Norte, hacia Santiago, cuando todavía se encontraba en medio de las montañas. Era a principios de la primavera en el hemisferio sur, y en los Andes había nevado copiosamente. El techo del avión era blanco. Existían muy pocas posibilidades de encontrarlo, y menos aún de que alguno de los cuarenta y cinco pasajeros y miembros de la tripulación hubieran sobrevivido a la catástrofe. Diez semanas más tarde, un arriero chileno que se encontraba apacentando el ganado en un valle remoto en las profundidades de los Andes vio, al otro lado de un torrente, las figuras de dos hombres. Le hicieron gestos muy exagerados y cayeron de rodillas como si suplicaran, pero el arriero, creyendo que serían terroristas o turistas, desapareció. Al día siguiente, cuando volvió al mismo lugar, las dos figuras continuaban aún allí y de nuevo le hicieron gestos indicándole que se aproximara. Se acercó a la orilla del río y lanzó hacia el otro lado un papel y un bolígrafo envueltos en un pañuelo. El harapiento barbudo lo recogió, escribió algo en el papel y por el mismo sistema se lo devolvió al arriero. Decía: «Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo...» Había dieciséis supervivientes. Esta es la historia de lo que padecieron y de cómo sobrevivieron”. «¡Viven!» La tragedia de los Andes, es un libro basado en hechos reales y en las entrevistas realizadas a los dieciséis supervivientes del accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya. Los supervivientes fueron José Pedro Algorta, Roberto Canessa, Alfredo Delgado, Daniel Fernández, Roberto François, Roy Harley, José Luis Inciarte, Javier Methol, Álvaro Mangino, Carlos Páez Rodríguez, Fernando Parrado, Ramón Sabella, Adolfo Strauch, Eduardo Strauch, Antonio Vizintín y Gustavo Zerbino, quienes escriben el prólogo del libro. De los veintinueve que estaban vivos a los pocos días del accidente, otros ocho fueron muertos por un alud que barrió su refugio en los restos. Los sobrevivientes tenían poca comida y ninguna fuente de calor en la dureza del clima, a más de 3.600 metros de altitud. Pudieron escuchar en las noticias en la radio que la búsqueda de ellos había sido abandonada. Los equipos de rescate no dieron cuenta de los supervivientes hasta 72 días después del accidente, cuando los pasajeros Fernando Parrado y Roberto Canessa, después de un viaje de 10 días a través de los Andes, se encuentran con un chileno, Sergio Catalán, que alertó a las autoridades sobre la existencia de los otros supervivientes. El hecho también es conocido como "el milagro de los Andes". Los supervivientes tuvieron que recurrir a la antropofagia para subsistir las diez semanas en las montañas. “Viven. La tragedia de los Andes” es, sin lugar a dudas, uno de los libros más apasionantes, y enigmáticos, que he tenido nunca antes entre mis manos.
Ahora, cuarenta y cinco años después de esta terrible aventura, uno de los supervivientes, Roberto Canessa, médico y ex jugador uruguayo de rugby, presenta en España su último libro: “Tenía que sobrevivir” (Planeta Libros). En él Canessa cuenta cómo el accidente en los Andes inspiró su vocación para salvar vidas. Publicado en Uruguay, Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, en español e inglés, una parte de las ganancias del libro es para la «Fundación Corazoncitos». “Tenía que sobrevivir” es una excelente oportunidad para reunirnos de nuevo con estos hombres magníficos que sobrevivieron a pesar de toda lógica, por encima de las terribles inclemencias del clima, y condenados a devorar los cadáveres de los compañeros muertos para poder seguir viviendo. Sin duda alguna, una estremecedora, y aleccionadora, aventura.

15M. LIBRE TE QUIERO. (DORMÍAMOS, DESPERTAMOS)

Libre te quiero es una película documental de 2012 dirigida por Basilio Martín Patino que narra la Acampada de Sol organizada por el Movimiento 15-M en la Puerta del Sol de Madrid desde mayo a octubre del año 2011. Libre te quiero es el título de un poema del filósofo y poeta Agustín García Calvo. A dicho poema le pondrá música el compositor y cantante Amancio Prada en el disco grabado en 1979 “Canciones de amor y celda”. El poema cantado por Amancio Prada está incluido en la banda sonora de la película de Basilio Martín Patino. La película, filmada en 2011, comienza con imágenes de la llegada de manifestantes del 15M a la Puerta del Sol, continúa con el establecimiento de la denominada Acampada Sol, donde se inician múltiples actividades y asambleas, constituyéndose una forma de ciudad paralela asamblearia. La estructura de la Acampada del Sol del 15M se extiende tanto a numerosos barrios de Madrid como a muchas ciudades españolas. Las imágenes constatan los sucesos dejando que los rostros hablen por sí solos; termina describiendo el fin de la acampada. A sus 81 años, Basilio Martín Patino, el director de títulos tan emblemáticos del cine español como Nueve cartas a Berta, Canciones para después de una guerra o Queridísimos verdugos, presentaba en la Seminci de Valladolid, fuera de concurso en la sección Tiempo de Historia, su emocionante documental, donde rescataba la felicidad que se vivió en la plaza madrileña en torno al 15M en 2011 y situaba en la memoria colectiva este movimiento que “liberó la imaginación de millones de personas en el mundo”. “Fue una reacción hermosa y espontánea de la sociedad. Una conmoción colectiva, una fiesta”, aseguraba Martín Patino, bastón en mano, tras la proyección del documental, que contó con la actuación en directo de Amancio Prada, interpretando la canción que da título al trabajo con letra de Agustín García Calvo. “Con esta película se recupera la esperanza” –comentó entonces Martín Patino”. Sin guion previo –Martín Patino se lanzó a la plaza madrileña desde su cercana vivienda al oír los gritos, la música y las canciones que llegaban de allí y al día siguiente ya estaba rodando día y noche con varias cámaras y colaboradores– Libre te quiero deja que las imágenes hablen por sí solas, sin comentarios, entrevistas a cámara o voces en off. Solo con el sonido de las canciones en la calle, las consignas de los acampados, los gritos de las manifestaciones y la música de Amancio Prada.
“Es una hora de la más grande fiesta callejera que uno pudiera imaginarse”, comentó Basilio, que rodó 25 horas en total. Nada escapó a la mirada de este cineasta tan personal. En la misma Puerta del Sol, el director salmantino y su equipo cruzaban cada día la plaza y sus alrededores para buscar los mítines, el reparto de comida, el baño de unas jóvenes en la fuente, la limpieza de las calles. También ese enfrentamiento, diríamos cívico, que se vivió entonces entre las fuerzas policiales y los jóvenes acampados en Madrid, al contrario de la violencia que se instaló por esos mismos días en Barcelona, y que Martín Patino también decidió incluir en su trabajo. “Llega un momento en el que no entiendes nada, que todo es absurdo. Yo me preguntaba: ¿Por qué no dejan a estos chicos que hagan lo que quieran y que chillen y que acampen si no hacen daño a nadie?”. ¿Y por qué se decidió Basilio Martín Patino por filmar esta excelente película? El propio Basilio lo tuvo bastante claro: “No lo hice por ningún motivo político, sino por pura satisfacción personal. En ningún rodaje he sido tan feliz. Fueron días de respeto colectivo, de una sensación de estar rodeado de gente amable y de una gran camaradería”. Más de una sorpresa se encontró Martín Patino en Sol. Una tan personal como el descubrir a su hija con unos amigos que habían colocado en un lateral de la plaza una placa que decía así: “Dormíamos, despertamos”. Quien no ha tenido la suerte de vivir LA REVOLUCIÓN en directo, en su propia ciudad, en las calles y plazas de su bendita ciudad, jamás podrá entender lo vivido en Madrid durante el 15M. Ahora ya sabemos que LA REVOLUCIÓN no será un momento único e irrepetible en el curso de la Historia, sino que estamos condenados, afortunadamente, a hacer LA REVOLUCIÓN todos los días de nuestra vida, que hacemos LA REVOLUCIÓN a cada instante, escribiendo poemas, amando a nuestros coetáneos, o declarando ZONAS TEMPORALMENTE AUTÓNOMAS. Si exceptuamos la viejas fotografías de la proclamación de la Segunda República, o los días magníficos de las manifestaciones contra la guerra de Irak, jamás he visto la Puerta de Sol tan bella, jamás he llegado a comprender lo hermosa que es mi ciudad, y lo extrañamente bellos, y hermosos, que son sus habitantes y sus ciudadanos. En “Que no se apague la luz. Un diario de campo del 15M”, Carlos Taibo, Profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, escribe sobre el legado de este imprescindible movimiento cívico y político: “…el mayor legado del 15M consiste en haber provocado cambios alentadores en la cabeza de la gente. Ello ha sido particularmente relevante cuanto que llevábamos muchos años, decenios, de retroceso, de aceptación callada de que no quedaba otra que acatar la miseria imperante”. ¡INDIGNAOS!, nos había propuesto Stéphane Hessel desde su alegato contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica. Y, una vez indignados (porque, realmente, teníamos buenos motivos para estarlo), decidimos salir a la calle y ocupar las plazas. Todos deseamos, en lo más profundo de nuestros corazones, que la luz del 15M no se apague; que no se apague nunca y que siga iluminando nuestras extrañas vidas.

LA HABITACIÓN DEL HIJO

¿Se puede escribir algo con sentido sobre una película que no se ha visto? ¿Qué se pretendería con ello, a qué extraño juego estaríamos jugando? La habitación del hijo (La stanza del figlio), el film que Nanni Moretti estrenó en el año 2001, narra las consecuencias que la muerte accidental de un hijo provoca en una familia pequeño-burguesa; la película ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes. Una familia unida vive en una ciudad pequeña al norte de Italia. El padre, Giovanni; la madre, Paola, y sus dos hijos adolescentes: Irene, la mayor, y Andrea, el pequeño. Giovanni es psicoanalista. En su consulta, situada al lado de su apartamento, sus pacientes le confían sus neurosis, que contrastan con la calma de su propia existencia. Su vida se rige por una serie de costumbres o manías: leer, escuchar música, aislarse y agotarse haciendo largas carreras por la ciudad. Un domingo por la mañana, un paciente llama a Giovanni por una urgencia. No puede salir a correr con su hijo, tal y como le había propuesto; Andrea sale a bucear con sus amigos, pero no volverá. El duelo vivido por la familia y la búsqueda al sentido de la muerte del hijo marcará todo el desarrollo de la película. Siendo como soy un profundo enamorado del cine de Nanni Moretti, siempre he tenido la tentación de ver La habitación del hijo; pero siempre, cuando me lo he propuesto, he dado marcha atrás incomprensiblemente; o no tan incomprensiblemente. No sé si estoy preparado para vivir la historia que cuenta Morretti en su film, no sé si estoy preparado para vivir, aunque sea en la ficción, la experiencia de la pérdida de un hijo (aunque se trate de la experiencia de “otro”, de otra experiencia al fin y al cabo).
Cuando el cine, o cualquier objeto del arte, te tocan de cerca, las consecuencias de su proximidad pueden ser terribles. Aún recuerdo bien un episodio lejano de mi vida. Fue en 1980. Irene y yo acudimos a ver El crimen de Cuenca, la excelente película de Pilar Miró. Basada en hechos reales sucedidos a principios del siglo XX en los municipios de Tresjuncos y Osa de la Vega, en la provincia de Cuenca, El crimen de Cuenca es también el título del libro escrito por la guionista de la película, Lola Salvador Maldonado, en 1979 y en el que narra los hechos reales en los que está basada la película. La película tuvo problemas para ser estrenada, ya que se contó con la obstrucción del entonces ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva, y con que los tribunales de justicia consideraron que “podía ser delictiva contra el Cuerpo judicial y la Guardia civil”. En 1981 el Tribunal Supremo finalmente autorizó la película, que causó un gran impacto en la sociedad española de entonces. Que un Ministro de Cultura, de nuestra recién estrenada democracia, entendiera que El crimen de Cuenca “podía ser delictiva contra el Cuerpo judicial y la Guardia civil”, habla muy a las claras de la pobreza política en la que aún vivíamos; para muchos, Franco aún no había muerto. No habían pasado ni 20 minutos de película, y cuando comenzábamos a ver, horrorizados, las escenas de tortura que la Guardia Civil infringía a los protagonistas de la historia, e Irene decidió abandonar la sala. Irene no había podido soportar la crueldad de los hechos narrada por Pilar Miró; pero es que, además, Irene tenía buenos motivos para no poder soportarla. El hermano mayor de Irene, Manolo, estaba entonces cumpliendo condena en la cárcel de Segovia; un extraño atraco en el que se vio implicado había dado con sus huesos juveniles en las celdas desoladas de la penitenciaria. Me imagino que Irene tenía razón. ¿Para qué sufrir inútilmente ante la experiencia de una obra de arte? Yo me imagino que, si veo al fin La habitación del hijo (y es posible que, finalmente, la vea), tendré que abandonar con urgencia la sala de proyecciones, o la oscuridad de la habitación donde visiono las películas que compro o que me bajo de Internet. Mi buen amigo Juan Carlos siempre me dice que soy muy afortunado, que a él le hubiera gustado mucho tener hijos. Y siempre me gusta contestarle que sí, que soy muy afortunado, sin duda, pero que tener hijos comporta también unas responsabilidades terribles. Nada duele más que un hijo, y ya no hablo de la posible pérdida de un hijo. Cualquier pequeño incidente en la vida de mis hijos me duele profundamente; cualquier accidente o suceso que altere sus vidas, cualquiera de mis actos que suelen ir dirigidos a destruir sus pequeñas certidumbres adolescentes, me duele profundamente. Me imagino que, finalmente, veré La habitación del hijo. El cine de Nanni Moretti, y mi experiencia como padre de dos hijos magníficos, así lo merecen.

DANCING IN THE STREETS

Me gusta bailar cuando me quedo a solas; bailo obsesivamente, hasta la extenuación, La Niña Frank, esa fantástica misa negra compuesta por los camaradas de Gabinete Caligari. Bailo encerrado en mi habitación, sin que nadie me vea; me moriría de vergüenza si alguien llegara a verme, me moriría seguro. Bailo preferentemente a oscuras, en mi habitación o en la habitación de las muñecas, detrás de la pared. Y bailo también a Amy Winehause, Rehab, Back to Black, el mejor Soul de todos los tiempos. Cuando yo era un crio bailaba Pogo, esa danza ritual de los jóvenes punks de la década de los 80’ del siglo pasado. Completamente hastiado de anfetaminas, en la estrecha pradera metálica del Rock Ola, el templo dorado de las causas perdidas, chocaba violentamente mis hombros contra los hombros de aquellos compañeros de fatigas que, como Peter Pan, compartían conmigo ese terrible miedo a crecer que nos convertía en bobos maniáticos de la drogadicción y de la danza negra. Allá por 2005, en los magníficos descampados del Parque de la Paz, mi ex, completamente aburrida de que yo perdiera mi tiempo dedicado en exclusiva al estudio de Ludwig Wittgenstein, o celosa de que yo me carteara con mujeres de todo el planeta haciéndole un vacío que, más tarde, me costaría caro, me dijo que tenía decidido apuntarse a Bailes de Salón. Y bueno, me dije, no está mal; a mí no me pareció mal del todo; que se apuntase a Bailes de Salón estaba bien, así emplearía su tiempo en algo creativo, pensé, y estaría más entretenida. Lo que pasó más tarde es algo que no estaba previsto ni en mis mejores previsiones. Bailando, mi ex sufrió un renacimiento personal de dimensiones inauditas, una explosión juvenil de sangre y cuerpo que hizo que se volviera loca del todo, divertidamente loca, magníficamente loca para la danza, y para la vida. Todo fue bien, creo pensar ahora, hasta que un día mi ex decidió ajustarse en un traje de faralaes y decidió ponerse a bailar sevillanas, sin llegar a comprender muy bien qué diablos significaba aquello para mí. Había sido Carlos Cano, hacía ya mucho tiempo, desde la hermosa vega granaina, quien había denunciado esa extraña manía que pijas, magistradas, banqueras y diputadas de toda laya y condición, desde todos los puntos de la puta España, habían sentido de pronto, y que les había llevado a convertir algo verdaderamente serio en una ridícula imitación o una burda copia. Carlos lo explicaba de esta manera: “Con un fondo de guitarras y un repique de palillos, sigue cantando sus penas esta tierra en que nací. Ahora son las sevillanas entre falsas alegrías las que vende Andalucía de Nueva York a París. Y vienen para aprenderlas, más serios que magistraos, banqueros y diputaos, señoritos de postín, acuden a la academia queriendo sacar la gracia lo mismito que se saca el carné de conducir. Y entre sombras y luces de Andalucía, tó el papel de la gracia se la vendía. Cómo luce y reluce, ¡viva Madrid!, a bailar sevillanas de Chamberí y a correrse una juerga en la feria de abril”. Un terrible día, de infausto recuerdo, acompañé a mi ex hasta la casa de su profesora de sevillanas, donde habían quedado para tomar unas copas. Bueno, unas copas no, habían quedado para tomar “rebujito”, esa siniestra mezcla inventada por burgueses sevillanos que se presentaba ahora ante mí como un veneno sádico y maldito. Pero, siendo lo del rebujito ciertamente preocupante, no estuvo allí lo peor de la velada. En un momento de desconcierto, los allí presentes, para mi asombro, enchufaron la pantalla del televisor y se pusieron a ver, verdaderamente emocionados, video tras video de las Romerías de la Virgen del Rocío, venga faralaes, caballos y jinetes locos, iglesias blancas y tierra mojada, venga cagadas de caballos y moscas, muchas moscas, enamorados de una tradición suicida en los mismos albores del siglo XXI. Creo que allí se acabó todo, que si mi ex se dedicaba a todo aquello es que algo se había roto para siempre; el tiempo se encargó de confirmar mis sospechas. En su imprescindible “La Facción Caníbal. Historia del Vandalismo Ilustrado” (La Felguera Ediciones), cuenta Servando Rocha la irrupción en la escena estadounidense de “Dancing in the streets”, aquel éxito del grupo de Soul Martha and the Vandellas. El texto de este magnífico tema da buena cuenta de qué entiendo yo por bailar, por bailar texto, por bailar vida, y por menear nuestro inefable cuerpo. Gritando por todo el mundo ¿Estáis preparados para un nuevo ritmo? El verano ha llegado y es el momento De bailar en la calle También abajo, en Nueva Orleans, Y arriba, en Nueva York, Sólo necesitamos música, música dulce Habrá música en todas partes Habrá ritmo, movimiento y discos sonando Bailando en la calle Oh, no importa lo que lleves puesto Siempre y cuando estés allí Así que vamos, agarra a una chica En todos los rincones del mundo Habrá baile Bailando en la calle Es una invitación a toda la nación Una invitación para que los amigos se reúnan Habrá risas, canciones y ritmo Bailando en la calle Filadelfia, PA Baltimore y DC ahora No podemos olvidar a la ciudad del motor Todo lo que necesitamos es música, música dulce Habrá música en todas partes Habrá swing, bailes, discos sonando Bailando en la calle Bailar Bailando en la calle Camino de Los Ángeles Todos los días
Servando Rocha nos cuenta algunas cosas sobre esta excelente canción: “La canción, escrita por Marvin Gaye y editada en 1964, se convirtió en el himno de la revuelta de Watts que estalló tan sólo un año después en Los Ángeles. Muchos años después, David Bowie hizo una versión de aquella canción, pero incluyó algunos puntos calientes del mapa mundial. Junto a las ciudades americanas, aparecía la Unión Soviética o China. Hasta allí, pensó Bowie, se debía llevar el baile salvaje a la llamada a una insurrección total”. Y, sí, para mí el baile ha sido siempre esto: insurrección total, insurrección de toda las parcelas de nuestra espantosa vida, siempre, como diría el gran Cortázar, en lucha permanente contra “la gran costumbre”. En 2009, en la víspera de mi primera participación en la Tertulia de Filosofía que, por aquel entonces, se reunía en el ahora desparecido Café Comercial, en la madrileña Glorieta de Bilbao, recibí un enigmático mensaje de mi amada abogada porteña; también ésta, aburrida de mis adicciones y obsesiones, de ese impulso inexplicable que me hacía citar continuamente a Wittgenstein, que me hacía comportarme como el filósofo austriaco, que me abocaba a pensar las cosas de la vida como él las había pensado (y no como yo debía de pensarlas), decidía romper conmigo y me mostraba su irrenunciable inclinación por el baile: “Yo sólo quiero bailar”, me decía en aquel mensaje. Y, entonces, se rompieron los espejos, y todo quedó a oscuras como en un maldito, e inconmensurable, fundido en negro. Querida Marijó. Si llegas a leer esto quiero que sepas que me encantaría echarme un bailecito contigo. Y, después, volver contigo al Cementerio de La Recoleta a fotografiar a los angelitos que sobrevuelan sobre las tumbas. Y, quizás allí, bailar como un loco “Y bailaré sobre tu tumba”, de los gallegos Siniestro Total, en esa tierra extraña donde a los españoles nos llaman “gallegos”, como si todos hubiéramos nacido en Vilagarcía de Arousa.

domingo, 26 de marzo de 2017

¿POR QUÉ EL PSICOANÁLISIS?

Una buena amiga que lleva casi toda su vida en Londres, una magnífica artista de las artes plásticas y de la vida, me confiesa, desde las líneas curvas y quebradas del ciberespacio, que está de bajón, que la sombra de la depre oculta lo mejor de sus días, que ha decido ponerse en manos de una psicóloga argentina, y que hará la terapia en inglés, en el idioma de Shakespeare. Y, bueno, a mí no se me ocurre nada mejor que aconsejarle que se psicoanalice, que busqué un psicoanalista también argentino, a poder ser de corte lacaniano, y que me cuente, que seguro que la aventura resulta mucho más interesante, y que seguro que sale adelante. Mucho me temo que el Prozac ha dejado de hacer su macabro efecto en la sangre de mi amiga; como la mayoría de los medicamentos, una vez metabolizados por el organismo, el Prozac no es más que un maldito sucedáneo de vida, una nube de algodón fluorescente que, una vez consumida, desaparece en la adicción de la química de los alquimistas fúnebres de nuestros días. Y, bueno, para intentar animar a mi amiga no se me ocurre nada mejor que aconsejarle que se psicoanalice. Y, ¿qué diablos sé yo del Psicoanálisis? Pues, a decir verdad, nada, o más bien poco; a parte de mis últimas lecturas de Slavoj Zizek, y de la izquierda lacaniana, no se puede decir que yo conozca en serio el mundo del Psicoanálisis. Hay cosas que me atraen de él, pero otras cuestiones me causan un profundo rechazo. Me llama poderosamente la atención la atracción que sintió Alejandra Pizarnik por el Psicoanálisis, pero esto no es más que una consecuencia de mi profundo amor por los mitos de la poesía, no sirve demasiado para el asunto que me traigo entre manos. ¿Por qué, entonces, el Psicoanálisis?
Èlisabeth Roudinesco, en “¿Por qué el Psicoanálisis?”, intenta arrojar luz sobre esta cuestión. Escribe Roudinesco, en la primera parte de su libro, sobre lo que ella denomina “La sociedad depresiva”: “El sufrimiento psíquico se manifiesta hoy bajo la forma de la depresión. Herido en cuerpo y alma por este extraño síndrome donde se mezclan tristeza y apatía, búsqueda de identidad y culto de sí mismo, el hombre depresivo ya no cree en la validez de ninguna terapia. No obstante, antes de rechazar todos los tratamientos, busca desesperadamente vencer el vacío de su deseo. Así, pasa del psicoanálisis a la psicofarmacología y de la psicoterapia a la homeopatía sin tomarse tiempo para reflexionar acerca del origen de su desdicha. Ya no tiene, además, tiempo para nada a medida que se alargan el tiempo de la vida y el del ocio, el tiempo del desempleo y el tiempo del aburrimiento. El individuo depresivo padece más las libertades adquiridas por cuanto ya no sabe hacer uso de ellas”. El libro de Roudinesco, como ella misma cuenta en sus primeras líneas, nace contra aquellos que pretenden sustituir la cura psicoanalítica por tratamientos químicos considerados más eficaces porque alcanzarían las causas llamadas cerebrales de las aflicciones del alma, contra aquellos dispensadores indiscriminados de Prozac, u otros antisicóticos, que mantienen una fe incomprensible en los productos de la química, o que sólo son siervos económicos de las grandes multinacionales farmacéuticas. Escribe Roudinesco: “Lejos de discutir la utilidad de estas sustancias y de despreciar el confort que aportan, quise mostrar que no sabrían curar al hombre de sus sufrimientos psíquicos, fueran éstos normales o patológicos. La muerte, las pasiones, la sexualidad, la locura, el inconsciente, la relación con el otro, dan forma a la subjetividad de cada uno, y ninguna ciencia digna de este nombre acabará jamás con ello, afortunadamente. El psicoanálisis muestra una avanzada de la civilización sobre la barbarie. Restaura la idea de que el hombre es libre en lo que respecta a su palabra y de que su destino no está limitado a su ser biológico. Debería también en el futuro ocupar el lugar que le corresponde, al lado de las otras ciencias para luchar contra las pretensiones oscurantistas que apuntan a reducir el pensamiento a una neurona o a confundir el deseo con una secreción química”. Los que, en algún momento de nuestra extraña vida, decidimos solicitar la ayuda de la Psiquiatría ortodoxa, y fuimos atiborrados de supuestas píldoras mágicas, antidepresivos, antisicóticos, benzodiacepinas, y demás sustancias tóxicas, sabemos bien a qué se refiere Èlisabeth Roudinesco. Quizás mi amiga, si llega a leer esto, llegue a comprender dónde se encuentra la solución a la ecuación en la que se encuentra sumergida. Si consigue dar con un buen profesional del Psicoanálisis, alguien con una profunda cultura humanista, que desprecie las convenciones de la farmacología, la Psicología, y la Psiquiatría ortodoxas, alguien que potencie la libre asociación de sus sueños mágicos y de sus deseos más profundos, alguien que libere la libertad que ella lleva dentro, comprenderá sin duda que se encuentra, al fin, ante la posibilidad de un nuevo renacimiento. Quizás abandone definitivamente el Prozac, y otras sustancias químicas, que sólo te adormecen y te imposibilitan para la vida. Quizás avizore un nuevo porvenir donde las sombras de la depresión no sean más que un recuerdo amargo guardado para siempre en el cajón de los secretos imposibles, allí donde se guardan las sombras indefinidamente y se ocultan a la nueva vida que merece ser vivida eternamente.

viernes, 24 de marzo de 2017

ÁNGEL DE ORIÓN (4)

Veo por enésima vez “Antonio Vega. Tu voz entre otras mil”, el documental de Paloma Conejero. Mi extrema sensibilidad me impide hacer crítica alguna del trabajo de Paloma; siempre se me escapan algunas lágrimas de contrabando cuando contemplo las imágenes de la vida de Antonio, no puedo evitarlo. Y siempre que vuelvo a ver la película encuentro detalles que, en otras ocasiones, me han pasado desapercibidos o a los que no he dado demasiada importancia. A Antonio Vega, siendo éste apenas un niño, ya se le detectó un coeficiente de inteligencia asombrosamente alto; como en otros casos parecidos, esto que podría parecer, en principio, una virtud, un don especial, o una ventaja, ya se desvelaba, sin embargo, como fruto de futuros desordenes, de falta de encaje con la vida común de los comunes mortales, como se demostró mucho más tarde. Cuenta la madre que enseguida decidieron llevarle ante un psiquiatra y que éste, al comprobar las habilidades de Antonio, no pudo más que dibujar una mueca de desencanto y anunciar a la familia que, en el futuro, deberían enfrentarse a una auténtica caja de sorpresas. A Antonio Vega le sienta bien el cine, la imagen cinematográfica, el fundido en negro que convierte en sombras la narración y que nos deja siempre pensando y elaborando conceptos en la oscuridad de la sala. A los fantasmas en general, y Antonio es uno de ellos, un terrible y solitario fantasma, les sienta bien el invento de los Hermanos Lumière, esa máquina de convocar espectros y de resucitar muertos que forma parte importante de nuestra memoria cultural. Viendo el documental de Paloma Conejero, esas imágenes terribles de los poblados chabolistas de Madrid, adonde Antonio acudía para encontrarse con su macabra dosis de heroína, uno siente miedo; pero, observando cómo Antonio disfrutaba de sus aventuras con el mundo de la Física, esa pasión desmedida por los enigmas de nuestro extraño universo, el miedo se transforma en alegría, y uno entiende que, de algún modo, Antonio siempre justificó su paso por este mundo; su aventura creativa agradecía y enaltecía la vida y sus misterios.
Antonio necesitaba crear mundos para sentirse vivo, necesitaba volar por encima de esas cumbres montañosas que escalaba siendo un crio; el mundo, en ocasiones, se le quedaba tremendamente pequeño, y él necesitaba salir fuera de sus estrechos contornos, avizorar un horizonte que era su desorden privado y su origen mítico y salvaje. Repasando los recortes de prensa posteriores al estreno de “Antonio Vega. Tu voz en otras mil”, me entero de la indignación de la familia de Antonio ante el montaje final de la cinta de Paloma Conejero, sobre todo por la inclusión de esas desangeladas imágenes del poblado de Las Barranquillas. Diego A. Manrique, no obstante, encontraba esta indignación algo desproporcionada. “No detecto –escribe Diego A. Manrique- sensacionalismo en la película de Paloma Conejero. Al contrario: se ha embellecido la vida de Antonio, con abundantes tomas de playas, montañas, nieve. Quienes conocieron su cotidianeidad podrían aportar vivencias descarnadas, deprimentes, crueles. TU VOZ… es respetuosa y melancólica, jarabe fácil de tragar. Los benditos que idealizan a sus ídolos harían bien en alejarse, no encontrarán mezquindad, morbo o carroñeo. Podrán seguir en el rebaño de los felices creyentes en que los niños vienen de Paris”.

ÁNGEL DE ORIÓN (3)

Carlos Piera, en su imprescindible ensayo “La Moral del Testigo” (La Balsa de la Medusa), a propósito de la experiencia de la escritura de poesía, escribe: “Solía relacionarse a los poetas con los videntes o los visionarios, los que ven (seres, voyants). Semejante paralelo garantiza a estas alturas la rimbombancia kitsch; con todo, es dificil que alguna verdad deje de traslucirse hasta en lo más aparatosamente publicitario, como el paralelo en cuestión, cuando viene prestando servicios tradicionales. Pues es cierto que el territorio de la poesía es el de la visión del mundo. Por oficio, por sinceridad y por coherencia, tanto en lo que escribe como en lo que hace, el poeta está especialmente sujeto a reconocerse en las palabras de Lutero: “No puedo hacer otra cosa”. Esto es lo que he visto; esto es importante; no puedo negarlo ni pueden sacarme de ello. Y tampoco reconozco a nadie el derecho a menospreciar esto que veo, por ejemplo dándolo implícitamente, al clasificarlo entre los muchos productos posibles de la cultura, como igual de válido que pudiera serlo su negación”. Todavía resuenan en mis oídos las protestas que algunos idiotas de la ortodoxia poética elevaron a las alturas del canon poético al enterarse de que, la Academia Sueca, acababa de conceder el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. En el sacrosanto universo de las letras, reservado tan sólo a las ilustres plumas de lo ya consabido, y por ello evidentemente prescindible, se colaba de rondón un gnomo cínico y provocador que, a lo largo de su ya larga vida, había escrito algunos de los himnos generacionales más importantes de la cultura popular. Pero, claro está, Bob Dylan era tan sólo, en opinión de estos descerebrados, un músico, un cantautor cualquiera, que no merecía compartir espacio con los grandes poetas de la historia. Mucho me temo que, además, todos estos impresentables jamás han perdido su importante tiempo leyendo en serio los poemas de Bob Dylan. Salman Rushdie lo comprendió enseguida: “La música de Dylan está indefectiblemente ligada a la poesía”. Y el propio Dylan, a su manera, intentó aclarar las cosas cuando escribió: “Hace mucho que escribo canciones y las letras de las canciones no las escribo simplemente para que se puedan leer. Si se les quita aquello que es propio de la canción –el ritmo, la melodía- todavía las puedo recitar”. Por si alguien dudaba de la calidad literaria del nuevo premio Nobel de Literatura, el catedrático de la Universidad de Oxford Christopher Ricks ha escrito “Dylan Poeta. Visiones del Pecado” (Catarata). En su libro, Ricks analiza con ingenio las composiciones más conocidas del cantante y poeta norteamericano, emparentándolo con los grandes poetas de la tradición anglosajona: T. S. Eliot, Gerard Manley Hopkins, lord Tennyson, John Donne, William Blake e incluso Philip Larkin.
Cuando, delante de algunos de mis amigos poetas, yo expreso mi opinión (tan subjetiva como la de todos ellos), y comento que Antonio Vega es, sin lugar a dudas, el mejor poeta de mi generación, éstos suelen reaccionar como talibanes del canon poético colocando a Antonio, paradójicamente, en el mismo lugar reservado por esta clase de gente para el mismísimo Bob Dylan. Creo que todavía no se ha realizado un estudio serio de la poesía de Antonio Vega; la poesía de Antonio es sencilla, intimista, a veces desesperada, pero cuenta entre sus logros algunos descubrimientos poéticos que quedan muy lejos de todo lo escrito por los poetas de su tiempo. A Agustín Fernández Mallo, autor del muy sugestivo “Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma” (Finalista Premio Anagrama de Ensayo 2009), por ejemplo, esta cuestión no le ha pasado desapercibida. Escribe Fernández Mallo en su libro sobre la interesante novedad que supuso la inclusión por parte de Antonio de elementos totalmente desconocidos por los autores de su generación “cuando articula metáforas –escribe Fernández Mallo- en torno a fenómenos físicos”. Para Antonio Vega, aquello que había visto, o que había experimentado, era lo realmente importante; él fue el mejor vidente de su tiempo, de sus fantasías oscuras, de sus obsesiones, de sus adicciones más inconfesables. Él hubiera suscrito la frase de Lutero citada por Carlos Piera: “No puedo hacer otra cosa”.

jueves, 23 de marzo de 2017

ALEJANDRA PIZARNIK

Escribe Alejandra Pizarnik en “La palabra que sana”: “…cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”. A veces me hago, entre otras, esta pregunta: ¿Qué buscaba Alejandra Pizarnik cuando se analizaba y jugaba al juego del Psicoanálisis? Me imagino que, principalmente, Alejandra Pizarnik buscaba exorcizar sus demonios. León Ostrov, con quien Alejandra Pizarnik inició una terapia psicoanalítica a los 18 años, corrobora esta idea. Según Ostrov, Alejandra Pizarnik buscaría en el Psicoanálisis “la irrenunciable y heroica tarea de acercarse al caos para entrever su ley secreta; atisbar en las tinieblas para iluminarlas con el relámpago de la palabra precisa y bella fue la tarea que eligió como definición de su destino”. Según Rebeca Bordeu, desde el punto de vista de una crítica literaria psicoanalítica, la aproximación psicoanalítica sería una forma de crítica que consideraría al texto no como un discurso de un autor sobre el inconsciente, o del inconsciente sobre el autor, sino mucho más como un lugar de encuentro donde trabajaría el inconsciente, tanto del autor como del lector. Y según Jacques Lacan, el crítico, desde esta perspectiva, debería hacer responder al texto a las preguntas que él le formula. El texto, por lo tanto, debería ser considerado como algo que activa y actualiza, en el sujeto de la lectura, sus propias emociones sepultadas, olvidadas, transformándolo en un sujeto deseante, dando a ese deseo el engaño provisorio de un objeto donde fijarse.
Alejandra Pizarnik inició una terapia psicoanalítica con León Ostrov a los 18 años. El tratamiento se interrumpió transcurrido poco más de un año, pero el profundo interés de ambos por la filosofía y la literatura derivó en una relación de amistad que se afianza durante los años en que Alejandra residió en Francia (1960-1964). De este período data la mayor parte de las cartas reunidas en CARTAS (Edición de León Ostrov), hasta el momento inéditas. En ellas, la poeta relata su experiencia de vida parisina, las nuevas relaciones que establece (con Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, Marguerite Duras, Octavio Paz, André Pieyre de Mandiargues, Eduardo Jonquières), la precariedad económica de los primeros tiempos, el vínculo ambivalente con su familia, los desafíos, logros y dificultades de su proceso creador, pero fundamentalmente los profundos terrores y angustias que la atraviesan en los momentos de depresión más devastadores. La confianza depositada en su ex analista y el esfuerzo de éste por sostenerla a pesar de la distancia otorgan a estas cartas una particularidad que las distingue de muchas de las dirigidas a otros destinatarios. León Ostrov representaba para Alejandra una figura paterna y contenedora, a quien recurría en los momentos de angustia y desesperación más terribles, cuando surgían los miedos más inmanejables y avasalladores. En estas cartas, la escritora expone con total crudeza sus estados de ánimo más desoladores, cuando la depresión más devastadora la invadía. El “personaje alejandrino” se hace a un lado para dejar oír esa voz grave y lenta, en la que temblaban todos los miedos. Pero además, la lectura cronológicamente ordenada del conjunto permite reconstruir un relato por demás elocuente de su estancia en París, desde las vacilaciones iniciales, los cambios de domicilio, las nuevas amistades, la búsqueda de trabajo, hasta la relación con la familia, las posibilidades de publicación y, por supuesto, los pormenores del proceso creador. En las pocas respuestas conservadas, se hace evidente el esfuerzo de Ostrov por hacer consistir a ese yo que tantas veces se encuentra a punto de desmembrarse: de distintas maneras, intenta darle ánimos, reforzarla en su autoestima, ayudarla a tomar decisiones, apoyarla en sus esfuerzos, alentarla en sus proyectos. En términos de Ivonne Bordelois, “Ostrov fue una suerte de padre literario para Pizarnik, quien le dedicó La última inocencia (Poesía Buenos Aires), su segundo libro, en 1956, y uno de los poemas de Las aventuras perdidas (Altamar, 1958)”. Leer las cartas de Alejandra Pizarnik es entrar en su mundo privado de fantasmas y obsesiones, es recorrer ese infierno de sombras tóxicas que no le abandonó nunca: “Pero aquí –escribe Alejandra- me asalta y me invade muchas veces la evidencia de mi enfermedad, de mi herida. Una noche fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue tan terrible, que me arrodillé y recé y pedí que no me exilaran de este mundo que odio, que no me cegaran a lo que no quiero ver, que no me lleven adonde siempre quise ir”. “Dios mío –concluye Alejandra Pizarnik- que no me enajene en la demencia, que no vaya adonde quiero ir desde que nací, que no me sumerja en el abismo amado, que no muera de este mundo que odio, que no cierre los ojos a lo que execro, que no deje de habitar en lo horrible”.

miércoles, 22 de marzo de 2017

ÁNGEL DE ORIÓN (2)

El 2 de julio de 1982, sobre las 21:30, en medio de una espectacular tormenta, los Rolling Stones comenzaban, en el estadio Vicente Calderón de Madrid, lo que sería su segundo concierto en España; tan sólo un par de días después yo me incorporaba a la llamada del ejército, que me tenía reservado, en el Aeropuerto de Los Rodeos, en la isla de Tenerife, un terrible exilio del que tardé en recuperarme algún tiempo. No voy a demorarme en esta aventura que entonces teníamos que vivir la mayoría de los jóvenes españoles, cuando aún acudir a las filas del ejército era obligatorio; tardé, nada más y nada menos, que 6 meses en volver a Madrid con mi primer permiso, y, de aquel entonces, guardo un curioso recuerdo. Como, durante mi estancia cuartelaría apenas si nos movíamos demasiado, y comíamos plátanos como locos, como monos locos y desordenados, quizás para espantar la sombra del aburrimiento, yo debí de engordar algo más de lo que hubiera sido aconsejable; cuando me presenté delante de Irene, mi chica, la que luego fue mi compañera durante más de 20 años, y es la madre de mis 2 hijos, ésta abrió la puerta de su vivienda y, para mi sorpresa, no me reconoció: tardó algo más de un minuto en averiguar quién era aquel tipo desgarbado, y algo gordo, que llamaba a su puerta. Aunque yo estaba deseando estar con ella, mi chica no lo tenía tan claro; ella tenía otros planes para su vida y no tenía previsto, en principio, fortalecer nuestra relación de pareja. Eran asuntos de adolescentes, o de postadolescentes, o quiero creer que así eran; de la adolescencia siempre se ha dicho que, si puedes sobrevivir a ella, bienvenida sea. El caso es que yo, desesperado, decidí encerrarme en mi habitación, a beber alcohol como un descosido, para olvidar el desamor, supongo.
Recuerdo que, pegado a una revista musical de entonces, como un regalo maravilloso, mis manos se encontraron con un single de promoción, extrañamente transparente: una hermosa canción de Nacha Pop que me sirvió de antídoto para el veneno del desprecio, y que consiguió ponerme de nuevo en marcha, y cargar las pilas, a pesar de la dura experiencia vivida apenas hacía unas cuantas horas. “Quiero estar mejor” quedó incluida en el álbum “Buena Disposición”, de 1982. Me imagino que la letra de la canción es de Antonio, o estaría escrita a pachas con su primo Nacho; tampoco tiene demasiada importancia ahora, no voy a perder el tiempo desempolvando hemerotecas; para mí esta canción siempre pertenecerá al Universo Antonio Vega. Quiero estar mejor: “No volveré a correr el camino/Que con el tiempo llevé contigo/Y en ese bar en que quede dormido/No quiero recordarte ni encontrarte nunca más, oh no/Ahora quiero estar mejor/Recordarás el tiempo que ha pasado/Y beberás al ver que has ganado/Y en tus novelas y en tus personajes/No quiero que mi nombre aparezca nunca más, oh no,/Ahora quiero estar mejor/Cuando te tengo que mirar/Lo hago con ojos de cristal/Cuando te tengo que tocar/Lo hago con manos de metal/Cuando oscurezca en tu portal/y la mirada vuelva atrás/Algunos ruidos te asustarán/Y no habrá nadie a quien culpar/Por un momento me sentí perdido/Dando vueltas sin sentido/En un reloj sonaron ya las doce/Y temo recordarte, encontrarte una vez más, oh no/Ahora quiero estar mejor”.

martes, 21 de marzo de 2017

ÁNGEL DE ORIÓN (1)

Creo que fue José Tono Martínez, insigne filósofo de la escuela del Instituto de Ciencias Desconocidas de Londres, quien lo describió de la manera más acertada: “Si viviste los 80’, y te acuerdas, es que no los viviste”. Intentar ahora, con estos antecedentes, un desesperado ejercicio de memoria, resulta ciertamente arriesgado; nadie puede asegurar, a ciencia cierta, qué diablos hacía allá por 1980 y años posteriores, en qué endiabladas aventuras perdía el tiempo, a qué causas perdidas dedicaba todos sus esfuerzos, qué fracasos tenía reservados, cuántos amores locos quedarían grabados en la memoria, y en el cuerpo, a lo largo de los años, cómo acabaría todo, y, sobre todo, cuáles serían los restos definitivos de aquel maravilloso naufragio.
No recuerdo bien cuándo presencié mi primer concierto de Antonio Vega. Creo que fue en Leganés, en el Teatro Egaleo, pero no puedo precisar bien el año, ni las circunstancias que entonces acontecieron. Lo normal, entonces, cuando acudíamos a los conciertos, era hacerlo muy colgados, completamente borrachos y empapados en toda clase de sustancias, principalmente alcohol, hachís y anfetaminas. Lo único que conseguíamos, entre otras lindezas, era no disfrutar en realidad de la música, ni de las excelencias de la noche; supongo que lo pasábamos bien, pero no podría asegurarlo del todo. Por ejemplo: el 28 de abril de 1981 asistí verdaderamente emocionado al concierto que The Clash dio en Madrid, en el Pabellón del Real Madrid. El crítico musical José Manuel Costa publicó ese mismo día, en El País, esta breve reseña: “Esta noche actuará en el Pabellón del Real Madrid el grupo inglés The Clash, considerado por los críticos consultados por EL PAIS SEMANAL como el más significativo de 1980. Los Clash tratan de problemas sociales, políticos, de todo lo que les ponen por delante y les da la real gana. Muchas veces no saben de lo que hablan, pero ese es sólo uno más de sus encantos. Por otra parte, su música ha alcanzado un nivel de calidad superior y sus actuaciones son lo suficientemente salvajes como para compensar a quienes no pudieron escuchar a Springsteen”. Mi mala suerte hizo que, nada más comenzar el concierto, coincidiera con mi buen amigo Urko, que iba bien provisto de chocolate, y que no hizo ascos cuando le propuse que compartiera conmigo su droga macabra. El resultado: en cuanto me colgué del todo no pude acercarme hasta las primeras líneas de combate, al borde del escenario, como era mi deseo, a bailar la danza del pogo con otros ilustres punks del momento, quedándome inútilmente sentado como un idiota en las gradas del pabellón, viendo al camarada Joe Strummer de lejos, muy lejos, por lo que tampoco puedo decir con toda seguridad que estuve allí, no guardo demasiados recuerdos de aquella noche que se prometía fantástica y acabó en un absurdo mar de confusión y desorden. Me imagino que aquella noche en que Nacha Pop decidió tocar en Leganés, a principios de la década de los 80’, debió pasar lo mismo; nos pondríamos como siempre bien cargados y la música quedaría en un segundo plano. Tampoco puedo asegurar que coincidiera en más ocasiones con Nacha Pop, y con Antonio Vega; sólo guardo un ligero recuerdo de aquella noche en Leganés y nada más, una sombra profunda se extiende en la memoria en todo lo referente a aquellos primeros años de la Movida Madrileña. Quizás tuviera razón el bueno de José Tono: “Si viviste los 80’, y te acuerdas, es que no los viviste”. Ese es el encanto y la condena que queda de aquella experiencia; eso es todo lo que puedo añadir, en principio, sobre todo aquello.

domingo, 19 de marzo de 2017

SUEÑOS

Me imagino que, antes, soñaba igual que sueño ahora. La diferencia principal es que, antes, no vivía los sueños con la intensidad con que ahora los vivo; antes, al despertar, no recordaba los sueños como los recuerdo ahora. Una ligera, aunque importante, modificación en la medicación que tomo para poder dormir ha hecho posible el milagro. Ahora, mis sueños son en tecnicolor, como las series de Netflix; durante el sueño identifico perfectamente a todos los personajes que en él participan, todos los decorados donde se desarrolla la acción, y, cuando despierto, todo permanece intacto para mi análisis o para mi disfrute, todo me pertenece y puedo hacer con ello lo que me venga en gana. Durante el sueño, oigo voces que me manifiestan cosas importantes, frases insólitas que luego, más tarde, incorporo sin ningún pudor a mis escritos, a mis poemas, jugando a un juego de espejos trastornados, y deformes, donde todo es posible. Siempre he pensado que una posible interpretación de los sueños es un asunto algo arriesgado. Siempre he pensado que, mejor que tratar de interpretarlos, lo que hay que hacer con los sueños, ahora que los tengo mucho más presentes, es volcarlos en experiencias del arte, hacer de ellos objetos estéticos que dejarán abierta la puerta a la interpretación o simplemente al goce estético. Los sueños han fascinado desde siempre a los seres humanos. Gracias a lo inexplicable del sueño, a su fascinación provocadora y redentora, los hombres y mujeres prehistóricos, durante uno de sus inexplicables sueños, crearon a Dios a su imagen y semejanza, y le fueron dando forma a través de los tiempos. La interpretación de los sueños de Sigmund Freud se funda en la hipótesis de que hay un “pensar” y un “querer” inconscientes diversos a la actividad consciente. Freud construye una teoría del sueño como paradigma de las formaciones del inconsciente, y un método de interpretación fundado en la asociación libre que reubica al sueño, al soñante y al intérprete. El sueño se convierte en el cumplimiento (disfrazado, desfigurado) de un deseo (censurado, reprimido). Este deseo inconsciente busca el reencuentro con un objeto perdido que ha dejado un rastro imborrable. Jacques Lacan, por su parte, introduciendo nuevos conceptos, pero siguiendo, en lo esencial, las enseñanzas de Freud, desarrolla la idea de que el sujeto es el sujeto de deseo, que es la esencia del ser humano. Este sujeto, una vez entrado en el lenguaje, quedará dividido y marcado por la ineliminable carencia de un objeto perdido (lo que explicaría, sin duda, el que yo siempre sueñe, principalmente, con mis queridas pérdidas), un vacío que, muy a menudo intenta llenar y tapar de modo patético y patológico.
Como ya comentaba antes, si la interpretación de los sueños supone una arriesgada visión de este extraño fenómeno, el volcado de la experiencia del sueño en los objetos del arte me parece una aventura fascinante; las prácticas de los artistas surrealistas, a lo largo del tiempo, dan buena cuenta de ello. Resulta evidente, como los propios surrealistas reconocen, que sus planteamientos tienen una relación directa con los planteamientos psicoanalíticos y con la teoría del sueño de Sigmund Freud. Sin embargo, como hace notar Sarane Alexandrian, “Nos contentamos con demasiada frecuencia con pensar que André Breton se apoyó exclusivamente en Freud, y que quiso aplicar a los medios de expresión las lecciones del psicoanálisis. Al contrario, diversas enseñanzas fueron utilizadas y combinadas juntas, para formar en el origen los métodos surrealistas, no siendo el de Freud siempre predominante”. Además de esa combinación de otros elementos, en el caso concreto de Breton hay que recordar el carácter complejo, dual, a la vez de admiración y de antagonismo, de su relación con Freud. La consideración surrealista del sueño tiene unos rasgos específicos que la diferencian de otros enfoques. Es verdad que, a partir de diversos antecedentes: la literatura romántica, la simbolista, y aportaciones específicas de la psiquiatría y la psicología en el siglo XIX, el impulso decisivo para los planteamientos y elaboraciones surrealistas en torno al sueño proviene de Sigmund Freud y de su gran obra “La interpretación de los sueños” (1900). Pero los surrealistas no se limitan a ser meros seguidores de Freud. Para ellos, el sueño es lo que podríamos llamar “la otra mitad de la vida”, un plano de experiencia diferente al de la vida consciente, cuyo conocimiento y liberación incide de modo especial en el enriquecimiento y ampliación del psiquismo, que constituye su objetivo principal. En el surrealismo, el sueño deja de ser considerado como un vacío, un mero agujero de la consciencia, para ser entendido como “el otro polo”, más o menos latente o no completamente explícito, del psiquismo. Lo “real” se amplía en lo “surreal”, cuya manifestación más consistente por su continuidad e intensidad sería “el sueño”. Que vivimos, como mínimo, en dos polos diferentes, la vigilia y el sueño, es algo que todos experimentamos a diario. Si la realidad es ya de por sí algo extraño, y a veces inmanejable, e inaccesible, el sueño no lo es menos. Interpretar o crear, esta sería la cuestión que tendríamos entre manos. Mientras estoy despierto transcribo las experiencias del sueño mediante el laboratorio de la escritura. Mientras estoy dormido reproduzco las experiencias de la realidad mediante el juego del deseo.

viernes, 17 de marzo de 2017

CITAS

Los que me conocen bien saben que soy un enamorado de las citas, que me paso el día citando autores, ya sean éstos del mundo del arte, de la literatura, o de la filosofía. Alguno de mis interlocutores ha llegado a interpretar en algún momento, equivocadamente, que yo bien podría haberme leído la totalidad de los textos de aquellos que cito, pero esto, además de ser una auténtica locura, resulta del todo punto de vista imposible. Manuel Cruz, en su Introducción a la Conferencia sobre ética de Ludwig Wittgenstein, escribía: “Era Bergson quien decía que toda gran filosofía es el resultado de una única intuición original que exige luego treinta o cuarenta años para pensarla, para traducirla a conceptos. Si eso cuesta elaborar una filosofía –concluía Manuel Cruz-, qué no costará entenderla e interpretarla bien”. En general, citar a otros, cuando, en realidad, no se tiene demasiado que aportar en el mundo de la creatividad o del pensamiento, resulta muy borgeano. Borges también se dedicaba continuamente a citar a los autores que había leído y, cuando esto no le parecía suficiente, se inventaba las citas o se inventaba a los autores y jugaba con el lector, creando en él un maravilloso desconcierto de consecuencias imprevisibles.
De Borges también se decía que lo había leído todo, que se sabía de memoria todas las obras importantes de la literatura universal; pero esto era completamente falso. Como bien han demostrado algunos de sus críticos más implacables (ver, por ejemplo, “Sin miedo a Borges”, de David Viñas Piquer), Borges era, en realidad, un adicto a las Enciclopedias, de las que entresacaba aquello que consideraba oportuno para su producción literaria, tomando de aquí y allá los datos necesarios para luego elaborar sus textos, y dando luego la equivocada sensación de tener un prodigioso conocimiento en todos los ámbitos de la cultura, de la literatura, o de la filosofía. Una de las razones del inmenso prestigio internacional de Borges era que sus cuentos se percibían como anticipaciones de algunos de los temas principales de la teoría crítica moderna. Sus reflexiones sutiles sobre el tiempo y el yo, o sobre la dinámica de la escritura y la lectura, habían generado textos que encarnaban ideas tales como el carácter arbitrario de la identidad personal, el sujeto descentrado, la “muerte del autor”, las limitaciones del lenguaje y la racionalidad, la intertextualidad, o la naturaleza históricamente relativa y “construida” del conocimiento humano (a saber las “historias” elípticas de conceptos abstractos, como la infamia, la eternidad o los ángeles). En este sentido, Borges parecía haber prefigurado muchos de los temas de la condición “posmoderna”. Los escritores argentinos, en general, no lo tuvieron demasiado fácil para escapar de la poderosa influencia que ejerció Borges sobre las letras de ese país. Aún se recuerda con admiración y perplejidad la famosa frase que esculpió en el viento el bueno de Wiltod Wombrowicz, desde el trasatlántico que lo devolvía a su Europa natal, casi 25 años después de llegar a Buenos Aires: “Maten a Borges”. Wombrowicz sabía bien que, para poder seguir escribiendo en Argentina, a partir de Borges, y conseguir hacerlo desde una voz propia, alejado del influjo del maestro, había que aplicar la metáfora en toda regla. Y, bien, eso es lo que hemos tenido que hacer, en alguna ocasión, todos los que, de una manera u otra, nos dedicamos al violento oficio de escribir: matar al padre, y a la madre, acabar con todos ellos y buscar nuestro particular hueco en el aire, para, desde él, construir nuestro privado mundo de fantasías y subversiones, nuestra magia particular y nuestro bendito, y solitario, engarce con el maravilloso, y a veces extenuante, mundo de los signos, las huellas, y las letras.

martes, 14 de marzo de 2017

EL HIJO DEL GRAFFITI

Este texto que voy a escribir ahora es un texto difícil. Y es un texto difícil porque parte de una contradicción que separa en dos caras irreconciliables el sentido y el contexto de la experiencia, el objeto de estudio. Y esa contradicción se vive a cada paso de la investigación, que aquí comienza ahora, como un peso definitivo que amenaza con echarlo todo a perder, con tener que tomar partido por el sentido común y tomar parte, quizás de forma equivocada, en la contienda. Intentaré explicarme. El 15 de marzo de 2008, Ana Botella, responsable entonces de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Madrid, declaraba en una entrevista concedida al diario El País: “Los graffiti no son arte, son actos vandálicos y la libertad del que los hace acaba donde empieza la de la persona que se encuentra con la fachada de su casa pintada”. Su departamento, aseguraba Ana Botella, había gastado seis millones de euros en limpieza de graffiti, que “no solo afean la ciudad sino que generan además un coste absurdo que pagan los madrileños con sus impuestos”. Esa cifra equivalía a “mil millones de las antiguas pesetas, con los que se podrían haber hecho seis escuelas infantiles, por ejemplo”. Durante dos meses se habían limpiado 62.797 metros cuadrados de graffiti en toda la ciudad. Las pintadas, explicaba, se habían vuelto a reproducir en un 22% de los casos. Botella acababa su declaración indicando que, con el fin de que no volvieran a suceder estos hechos, se habían iniciado cinco expedientes sancionadores y que la nueva ordenanza de limpieza contemplaría un aumento de las sanciones. La noticia, a primera vista, podía no pasar desapercibida para un ciudadano ejemplar preocupado por las cosas de su ciudad. Pero en mi caso, además, me provocaba un pequeño conflicto. Mi hijo se dedicaba al graffiti. Era un artista urbano, un escritor del graffiti, y no parecía que esa conducta fuera a cambiar en un corto espacio de tiempo. A día de hoy, una búsqueda en Google con la pregunta “Graffiti, ¿arte o vandalismo?”, genera un inmenso número de entradas donde unos y otros, defensores y detractores del graffiti, defienden sus posiciones. Pero, en mi caso, la pregunta multiplicaba sus efectos devastadores. La pregunta, al menor descuido, entonces, siempre se transformaba. Mi hijo, me preguntaba en esos momentos, ¿es un artista o un vándalo? La responsabilidad de los padres en la educación de sus hijos tiene episodios curiosos. Cuando mi hijo era aún un adolescente incipiente, tomó prestado de mi biblioteca un libro de una colección de arte que iba a marcar el destino de su futuro (los compañeros y amigos de su tribu urbana se encargarían del resto). El libro, de 1982, se titulaba “Los Graffiti”; su autor era el escritor Craig Castleman y estaba editado por la editorial Hermann Blume. El libro contaba las historias de los primeros graffiteros norteamericanos en la ciudad de Nueva York en la década de los 70’. Muros y trenes pintados y cientos de aventuras alrededor del mundo del graffiti. Yo había adquirido ese libro a principios de los 80’, en plena movida madrileña, seguramente convencido por la curiosidad de un tema nuevo para todos nosotros. En Madrid, conocíamos las firmas de “Muelle” y poco más en relación con el tema. No recuerdo, tan siquiera, haber leído el libro, pero éste durmió en mi biblioteca a la espera de su lector más inesperado. Mi hijo aún conserva este libro, un clásico en el tema. Y, como indicaba antes, las compañías, los amigos, y su pequeña tribu urbana se encargaron de fomentar y fortalecer una adicción que aún permanece en nuestros días. Los padres educamos a nuestros hijos esperando que éstos lleguen a su vida adulta convertidos en buenos ciudadanos, practicantes de lo que podríamos llamar una “vida buena”. Pero son los hijos, y las circunstancias, los que acaban inclinando la balanza hacia el lado más complicado, olvidando los consejos y las tribulaciones de sus cansados mayores. Lo curioso de la cuestión es que, a pesar del dilema que supone, yo siempre he estado muy orgulloso de mi hijo.
Yo siempre le he considerado, a pesar de las contradicciones, un verdadero artista. No hay que olvidar nunca que el graffiti es una actividad ilegal. Mi hijo acumula numerosas multas y ha sido detenido en varias ocasiones, en Madrid, Valencia o Londres. Yo hubiera deseado que mi hijo se decantara por una afición menos peligrosa, más tranquila, y nunca me han dejado de preocupar sus aventuras. Pero, como indicaba antes, en lo más hondo de mi conciencia, yo siempre le he considerado un artista. Y es justamente de esto de lo que trata este texto. De la relación que guarda el graffiti con el mundo del Arte y de la Estética. Y, por extensión, de sus acercamientos al mundo de la cultura o de la política (incluso la visión semiótica del mundo del graffiti siempre me ha parecido verdaderamente interesante). Los defensores de la propiedad privada, los políticos neoliberales, y los amantes de la Ley y el Orden, no están invitados a esta fiesta. Ellos, desde sus tribunas de opinión, desde sus medios de comunicación manipuladores y eficaces, ya han dejado clara su opción en numerosas ocasiones. Ya sabemos lo que piensan. Pero, ¿y el mundo oficial del Arte, y los teóricos de Estética, qué piensan del asunto? El graffiti, para ellos, ¿es arte o no es arte? Si tomamos, por ejemplo, la opinión del filósofo norteamericano George Dickie, autor de “El círculo del arte”, y responsable de la llamada “teoría institucional del arte”, “las obras de arte son aquellos artefactos que han adquirido un cierto estatus dentro de un marco institucional particular llamado “el mundo del arte”. El mundo del arte no tiene aquí un sentido acotado, sino que involucra a múltiples actores y estructuras sociales. Dickie sostiene que un artista invariablemente produce su obra inserto en la “institución del arte”, aun cuando pueda no estar en contacto con las instituciones particulares que la componen. “Hacer arte es una institución-acción y no implica de modo esencial ninguna institución-persona. Por supuesto, muchas instituciones-persona –museos, fundaciones, iglesias y cosas por el estilo- tienen relaciones con la producción de arte, pero ninguna institución-persona particular es esencial para hacer arte (…) Los pensamientos sobre el arte nunca están de modo consciente en la mente en ningún momento del proceso creativo, pero los artistas crean lo que hacen como resultado de su exposición previa a ejemplos de arte, de su instrucción en las técnicas artísticas o de su trasfondo general de conocimiento del arte”. De esta manera, Dickie niega la posibilidad de que exista un artista que pueda producir por fuera del “marco”, ya que esto equivaldría a vivir completamente por fuera de las instituciones sociales más básicas de la actualidad. Además del artista y el público hay otras personas que ocupan roles complementarios que son fundamentales para que exista el fenómeno “arte”: productores, directores de museos, marchands, periodistas y críticos, historiadores, teóricos y filósofos del arte. Todos estos protagonistas confluyen para constituir el mundo del arte. Dickie arriba así a una definición “circular” –de ahí el título de su libro- en la que cada uno de los elementos están interrelacionados, se presuponen y apoyan. Y aquí, justamente, hay que empezar a hilar muy fino. ¿Tiene que ver el mundo del graffiti con todo lo expuesto en la teoría de George Dickie? ¿Está el graffiti dentro de ese marco institucional particular llamado “el mundo del arte”? Veamos, por ejemplo, la compleja relación que mantienen el graffiti y las instituciones que conocemos como “museo” o “galerías de arte”. A los museos de arte contemporáneo de todo el mundo llegaron primero libros relacionados con el mundo del graffiti, pero casi en ningún momento se abrieron las puertas a exposiciones relacionadas con el tema. Algunos casos se han dado ya de exposiciones de graffiti en museos o galerías de arte, pero es que, además, el problema principal es que el espíritu del graffiti es contrario al museo; su lugar, explican los artistas, es el lienzo infinito de los muros de las calles y las ciudades. Sin embargo, ya en 1985, la galería Sidney Janis, en el Soho, Nueva York, especializada en obra de artistas de mucho prestigio, trajo consigo, en su primera visita a la feria de Arco, a seis de estos jóvenes pintores. Torrick Ablack, Toxic, uno de estos artistas del aerosol, empezó pintando en el metro cuando tenía 13 años. Tenía que esconderse de la policía, que le perseguía y arrestaba por hacer estos enormes diseños multicolores que cubrían lados enteros de los trenes subterráneos. “Ahora ya no me atraparían”, declaró unos años más tarde. Para salir de la cárcel tenía que pagar 5.600 de las antiguas pesetas; los diseños sobre lienzo de estos artistas cuestan ahora entre 720.000 y 2.520.000 pesetas aproximadamente. Ahora, quienes les persiguen son los galeristas, que han transformado el lienzo en práctica moneda de cambio. “Aun así -ha declarado Toxic mientras se balanceaba con la música break que lo acompaña desde su radiocasete día y noche-, yo prefiero pintar sobre metal, sobre cualquier objeto y no sobre lienzo”.
Podríamos poner otros ejemplos parecidos al de Toxic, pero la realidad es que la relación graffiti-museo es cuanto menos conflictiva. Un caso curioso, como todo lo que rodea a este anónimo artista (aun hoy en día oculta su identidad real al mundo en general) es el de Banksy. Su entrada en el mundo de los museos fue mucho más original y más compleja. Si bien Banksy ya había expuesto en diversas galerías de arte, donde su obra es muy apreciada tanto artística como económicamente, también es conocido por haberse introducido, disfrazado, en numerosos museos de todo el mundo, para colgar algunas de sus obras de manera clandestina. De este modo, ha colocado obras suyas en la Galería Tate Modern de Londres, el MOMA (Museum of Modern Art), Museo Metropolitano de Arte, el Museo de Brooklyn, el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, el Museo Británico de Londres, etcétera. En mi última visita a Londres, hace ya unos años, me encontré en una importante librería del centro de la ciudad, una guía turística, con planos y mapas incluidos, donde se podían situar, y visitar posteriormente, algunas de las mejores obras del artista británico, que aún se conservan, intactas y respetadas, en los muros donde fueron pintadas. En fin, este es un breve resumen de la relación graffiti-mundo del arte. Ya sabemos, más o menos, lo que piensan unos y otros sobre el asunto. La pregunta, en cambio, sigue siendo la misma. Graffiti, ¿arte o vandalismo? A mí, en cambio, siempre me ha preocupado resolver la contradicción y entender, de una vez por todas, la filosofía del graffiti. Porque el graffiti, además, sus normas y sus claves, constituyen, sin lugar a dudas, lo que podríamos llamar una “forma de vida”. Quizá, donde mejor se puede llegar a expresar, y a entender, en qué consiste este “estilo de vida” es en este pequeño escrito de un protagonista del graffiti, Ashes, en un texto que lleva por título “Poesía y Vandalismo”, publicado en la Revista Virus Graffiti, en abril de 2005. Escribe Ashes: “El graffiti es espiritualidad divina, el yingyang, el bien, el mal, eso es el graff, no es resistencia, no soy ningún borrego que escribiendo algo voy a cambiar la manera de pensar de la gente, no voy a cambiar el mundo con ello… que cambie el mundo, más no mi manera de sentir… ¿y para qué sirve?, ¿y para qué lo hago? El graff sobrepasa la escritura, es un momento en que comparto con mi gente lo que soy, lo que quiero, un momento en familia. Es tanto un ave fénix, es tanto una carta de amor, es tanto una flor del frío, es tanto un sueño, un tanto un iris testigo de los días, es tanto y demasiado, y es tanto y simple como el momento”. ¿Acaso han leído alguna vez una mejor definición de en qué consiste el universo graffiti? En cuanto a la relación del graffiti con el mundo del arte, no hay nada mejor que leer las palabras de Banksy al respecto: “¿Si el graffiti será juzgado en el mismo nivel que el arte moderno? Por supuesto que no: Es mucho más importante que eso”.

domingo, 12 de marzo de 2017

LO SUBLIME

Lo sublime es una categoría estética, derivada principalmente de la célebre obra “Sobre lo sublime” del crítico o retórico griego Longino (o Pseudo-Longino), y que consiste fundamentalmente en una “grandeza” o, por así decir, belleza extrema, capaz de llevar al espectador a un éxtasis más allá de su racionalidad, o incluso de provocar dolor por ser imposible de asimilar. El concepto de lo “sublime” fue redescubierto durante el Renacimiento, y gozó de gran popularidad durante el Barroco, durante el siglo XVIII alemán e inglés y sobre todo durante el primer Romanticismo. La “Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello” es un tratado sobre estética escrito en 1757 por Edmund Burke. El trabajo llamó la atención de importantes pensadores, como Denis Diderot e Immanuel Kant. Lo Bello, según Burke, es aquello bien formado y placentero estéticamente, mientras que lo Sublime es aquello que tiene el poder de hacernos evocar y destruirnos. La preferencia de lo Sublime sobre lo Bello fue la que marcó la transición entre el Neoclásico y la era Romántica. El origen de nuestras ideas respecto de lo bello y lo sublime, para Burke, puede ser entendido gracias a sus estructuras causales. De acuerdo a la física y metafísica aristotélica, la causalidad puede ser dividida en causa formal, material, eficiente y final. La causa formal de la belleza es la pasión del amor; la causa material se relaciona con aspectos de algunos objetos como la pequeñez, la suavidad, la delicadeza, etc.; la causa eficiente es el calmante de nuestro nerviosismo; la causa final es la providencia divina. Lo que es más original y peculiar en la visión de Burke respecto a la belleza es que no puede ser entendida bajo los viejos cánones como proporción o perfección. Lo sublime a su vez tiene una estructura causal que no responde a la de la belleza. Su causa formal es entonces la pasión del miedo (especialmente el miedo mortuorio); la causa material es igualmente ciertos aspectos de algunos objetos como la vastedad, lo infinito, la magnificencia, etc.; su causa eficiente es la tensión de nuestros nervios; la causa final es Dios habiendo creado y luchado con Satán, como se expresa en el gran cantar de Milton, el Paraíso Perdido. La de Burke fue la primera exposición filosófica completa en separar la belleza y lo sublime y llevarlas a un campo racional particular, independiente del otro. Cuando uno lee con detenimiento las primeras páginas de “La Facción Caníbal. Historia del Vandalismo Ilustrado”, el último libro de Servando Rocha, comprende enseguida que los personajes (músicos, escritores, pensadores, etcétera) citados por Rocha, han estado atacados, en algún momento de su existencia, por un visión extrema de “lo sublime” que ha imposibilitado en parte sus juicios, excitando sus neuronas estéticas hasta conducirlos a una versión verdaderamente peligrosa de ciertos temas.
Cuenta Servando Rocha cómo, por ejemplo, el célebre compositor alemán Sotckhausen, durante una rueda de prensa ante una concurrida audiencia, a una semana escasa del atentado terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York, respondiendo a una pregunta de un periodista acerca de este terrible suceso, y sin ser consciente del escándalo que estaba a punto de provocar, se pronunció, ante el asombro de todos, en estos términos: “Lo que ocurrió allí fue la mayor obra de arte que jamás haya existido. Que unos espíritus hayan conseguido realizar, en un solo acto, algo con lo que en la música ni siquiera podemos soñar; que unas personas ensayen como locos durante diez años, totalmente fanatizados, para dar un solo concierto y morir luego, es la mayor obra de arte del universo”. Los allí presentes, claro está, mantuvieron con dificultad la respiración, para seguidamente hacer correr a toda velocidad su lápiz por la superficie de la libreta de notas. Cuenta Servando Rocha cómo, a la mañana siguiente, las declaraciones del compositor aparecieron recogidas en grandes titulares en diversas plataformas de la prensa escrita y de los diarios digitales en internet. Stockhausen se vio obligado a precisar sus comentarios: “Es un crimen –declaró-, por supuesto que lo sabéis, porque las personas que han muerto no estaban de acuerdo. Ellos no venían a este concierto, desde luego. Y tampoco nadie les había advertido que podían ser asesinados durante su transcurso”. Sin embargo, cuenta Servando Rocha, ya era tarde. Varios de sus conciertos fueron suspendidos e incluso su hija, pianista, declaró que jamás tocaría bajo el apellido de su padre. Podríamos suponer que el caso de Stockhausen fue una excepción en el análisis de uno de los sucesos más terribles de nuestra historia reciente, pero nada más lejos de la realidad. Hubo reacciones ante este horrible acto terrorista que aún ponen los pelos de punta. Escribe Servando Rocha: “Hay quien cuenta una historia curiosa. Mientras las gigantes moles de hormigón se venían abajo, se encontraban reunidos varios arquitectos de prestigio. Inmediatamente, alguien encendió la televisión. Los rostros de los arquitectos, al presenciar aquel colosal derrumbe, no reflejaron pavor: estaban completamente fascinados. Toda fascinación conlleva necesariamente una parte de deleite. Muchos artistas sueñan con alcanzar ese efecto en el espectador, pero el terror es capaz de lograrlo en un abrir y cerrar de ojos”. Como en otras ocasiones, en la reciente historia de nuestro querido planeta (la invasión de Irak, por ejemplo), constructores, arquitectos y hombres de negocios, se frotaron las manos ante la llegada inesperada de “lo sublime”, de la destrucción y de la guerra; primero destruimos –pensaron-, o que destruyan otros, ya llegaremos nosotros luego y nos haremos de oro con el sufrimiento ajeno; el capitalismo es así, los mercados, las transacciones económicas, y los servicios, siempre piden paso sin importarles cuáles son las causas que han provocado su estúpida irrupción; así es la vida, así es este extraño mundo que ahora nos pertenece, nosotros somos los dueños absolutos de esta pesadilla, que Dios nos bendiga… Stockhausen no fue el único que realizó una interpretación estética del atentado. El filósofo Baudrillard tampoco dudó en afirmar que “se piense lo que se piense de su cualidad estética, las Torres Gemelas fueron una performance absoluta, y su destrucción fue también una performance absoluta”. “Al elevar aquel brutal atentado a la categoría de arte –nos cuenta Servando Rocha-, lo que Stockhausen vino a señalar fue, precisamente, que lo demoníaco, deforme y horroroso, puede ser al mismo tiempo bello. Sus polémicas declaraciones recogían una determinada tradición en torno al arte, el crimen, y el terror, que se remontaba casi trescientos años atrás, justamente en los años que precedieron a la Revolución Francesa, por lo que, de alguna manera, lo que hizo fue ponerle nombre a esa estética del asesinato en pleno siglo XXI”. El retorno a las tesis de Edmund Burke, acerca de “lo sublime”, fue un hecho entre otros hechos lamentables; la historia volvía al polvo de las interpretaciones, y hacía polvo del polvo estético, lamentable polvo de las heridas y de las muertes ajenas. Servando Rocha (Santa Cruz de La Palma, 1974) participa desde hace veinte años en distintas expresiones radicales relativas a la creación artística y el activismo político. Miembro fundador del Colectivo de Trabajadores Culturas de La Felguera, surgido en 1996, gestiona una editorial del mismo nombre y que desde el 2010 ha adoptado la apariencia de una sociedad secreta de espías literarios con el objetivo de “revelar los mejores secretos de nuestro tiempo”. Sus investigaciones son una especie de recorrido a través de una historia, muchas veces casi secreta, de lo subcultural, del avant garde, la contracultura y la violencia en la cultura dominante, algo que lo ha llevado a participar en foros de distinto tipo, desde universidades a centros sociales, y publicado artículos en diferentes revistas, fanzines y periódicos, con los que mantiene regulares colaboraciones. “La Facción Caníbal. Historia del Vandalismo Ilustrado” es la historia de la fascinación del arte por el crimen. En el libro de Servando Rocha, Lord George Gordon o Walter Benjamin, Robespierre o Malcolm McLaren, Saint-Just o Guy Debord, las sesiones nocturnas de los clandestinos Clubs del Fuego Infernal o los crímenes de Jack el Destripador, funcionan como pasadizos históricos, túneles para bandidos y forajidos, lugares para el contrabando. El texto de Servando Rocha continúa la estela de trabajos como el imprescindible “Rastros de Carmín. Una historia secreta del siglo XX (Anagrama)”, de Greil Marcus, un libro apasionante acerca de movimientos culturales y artísticos que en apariencia apenas si dejaron huella, de corrientes e ideologías que normalmente no aparecen en los manuales escolares, pero que de repente brotan como un estallido de violencia, como una negación del presente y del pasado, como una exigencia de un cambio radical y definitivo en el sesgo de la historia. Comprender cómo puede afectarnos, ética y moralmente, una interpretación arriesgada de “lo sublime”, como hicieron en su momento Stockhausen o Baudrillard, es entender en qué se diferencia lo humano de lo inhumano, porqué la estética, y el arte en general, deben estar a nuestro servicio, al servicio de nuestros intereses para una mejor comprensión e interpretación del mundo con vistas al futuro, y no en contra nuestra. Aunque todo se reduzca a un juego de interpretaciones (“No existen los hechos, sólo existen las interpretaciones”; Nietzsche dixit), siempre deberemos buscar las mejores interpretaciones, aquellas que nos ayuden a continuar en el camino sin la pesada carga de una mochila cargada de explosivos estéticos y culturales.