viernes, 17 de marzo de 2017

CITAS

Los que me conocen bien saben que soy un enamorado de las citas, que me paso el día citando autores, ya sean éstos del mundo del arte, de la literatura, o de la filosofía. Alguno de mis interlocutores ha llegado a interpretar en algún momento, equivocadamente, que yo bien podría haberme leído la totalidad de los textos de aquellos que cito, pero esto, además de ser una auténtica locura, resulta del todo punto de vista imposible. Manuel Cruz, en su Introducción a la Conferencia sobre ética de Ludwig Wittgenstein, escribía: “Era Bergson quien decía que toda gran filosofía es el resultado de una única intuición original que exige luego treinta o cuarenta años para pensarla, para traducirla a conceptos. Si eso cuesta elaborar una filosofía –concluía Manuel Cruz-, qué no costará entenderla e interpretarla bien”. En general, citar a otros, cuando, en realidad, no se tiene demasiado que aportar en el mundo de la creatividad o del pensamiento, resulta muy borgeano. Borges también se dedicaba continuamente a citar a los autores que había leído y, cuando esto no le parecía suficiente, se inventaba las citas o se inventaba a los autores y jugaba con el lector, creando en él un maravilloso desconcierto de consecuencias imprevisibles.
De Borges también se decía que lo había leído todo, que se sabía de memoria todas las obras importantes de la literatura universal; pero esto era completamente falso. Como bien han demostrado algunos de sus críticos más implacables (ver, por ejemplo, “Sin miedo a Borges”, de David Viñas Piquer), Borges era, en realidad, un adicto a las Enciclopedias, de las que entresacaba aquello que consideraba oportuno para su producción literaria, tomando de aquí y allá los datos necesarios para luego elaborar sus textos, y dando luego la equivocada sensación de tener un prodigioso conocimiento en todos los ámbitos de la cultura, de la literatura, o de la filosofía. Una de las razones del inmenso prestigio internacional de Borges era que sus cuentos se percibían como anticipaciones de algunos de los temas principales de la teoría crítica moderna. Sus reflexiones sutiles sobre el tiempo y el yo, o sobre la dinámica de la escritura y la lectura, habían generado textos que encarnaban ideas tales como el carácter arbitrario de la identidad personal, el sujeto descentrado, la “muerte del autor”, las limitaciones del lenguaje y la racionalidad, la intertextualidad, o la naturaleza históricamente relativa y “construida” del conocimiento humano (a saber las “historias” elípticas de conceptos abstractos, como la infamia, la eternidad o los ángeles). En este sentido, Borges parecía haber prefigurado muchos de los temas de la condición “posmoderna”. Los escritores argentinos, en general, no lo tuvieron demasiado fácil para escapar de la poderosa influencia que ejerció Borges sobre las letras de ese país. Aún se recuerda con admiración y perplejidad la famosa frase que esculpió en el viento el bueno de Wiltod Wombrowicz, desde el trasatlántico que lo devolvía a su Europa natal, casi 25 años después de llegar a Buenos Aires: “Maten a Borges”. Wombrowicz sabía bien que, para poder seguir escribiendo en Argentina, a partir de Borges, y conseguir hacerlo desde una voz propia, alejado del influjo del maestro, había que aplicar la metáfora en toda regla. Y, bien, eso es lo que hemos tenido que hacer, en alguna ocasión, todos los que, de una manera u otra, nos dedicamos al violento oficio de escribir: matar al padre, y a la madre, acabar con todos ellos y buscar nuestro particular hueco en el aire, para, desde él, construir nuestro privado mundo de fantasías y subversiones, nuestra magia particular y nuestro bendito, y solitario, engarce con el maravilloso, y a veces extenuante, mundo de los signos, las huellas, y las letras.

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