martes, 14 de marzo de 2017

EL HIJO DEL GRAFFITI

Este texto que voy a escribir ahora es un texto difícil. Y es un texto difícil porque parte de una contradicción que separa en dos caras irreconciliables el sentido y el contexto de la experiencia, el objeto de estudio. Y esa contradicción se vive a cada paso de la investigación, que aquí comienza ahora, como un peso definitivo que amenaza con echarlo todo a perder, con tener que tomar partido por el sentido común y tomar parte, quizás de forma equivocada, en la contienda. Intentaré explicarme. El 15 de marzo de 2008, Ana Botella, responsable entonces de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Madrid, declaraba en una entrevista concedida al diario El País: “Los graffiti no son arte, son actos vandálicos y la libertad del que los hace acaba donde empieza la de la persona que se encuentra con la fachada de su casa pintada”. Su departamento, aseguraba Ana Botella, había gastado seis millones de euros en limpieza de graffiti, que “no solo afean la ciudad sino que generan además un coste absurdo que pagan los madrileños con sus impuestos”. Esa cifra equivalía a “mil millones de las antiguas pesetas, con los que se podrían haber hecho seis escuelas infantiles, por ejemplo”. Durante dos meses se habían limpiado 62.797 metros cuadrados de graffiti en toda la ciudad. Las pintadas, explicaba, se habían vuelto a reproducir en un 22% de los casos. Botella acababa su declaración indicando que, con el fin de que no volvieran a suceder estos hechos, se habían iniciado cinco expedientes sancionadores y que la nueva ordenanza de limpieza contemplaría un aumento de las sanciones. La noticia, a primera vista, podía no pasar desapercibida para un ciudadano ejemplar preocupado por las cosas de su ciudad. Pero en mi caso, además, me provocaba un pequeño conflicto. Mi hijo se dedicaba al graffiti. Era un artista urbano, un escritor del graffiti, y no parecía que esa conducta fuera a cambiar en un corto espacio de tiempo. A día de hoy, una búsqueda en Google con la pregunta “Graffiti, ¿arte o vandalismo?”, genera un inmenso número de entradas donde unos y otros, defensores y detractores del graffiti, defienden sus posiciones. Pero, en mi caso, la pregunta multiplicaba sus efectos devastadores. La pregunta, al menor descuido, entonces, siempre se transformaba. Mi hijo, me preguntaba en esos momentos, ¿es un artista o un vándalo? La responsabilidad de los padres en la educación de sus hijos tiene episodios curiosos. Cuando mi hijo era aún un adolescente incipiente, tomó prestado de mi biblioteca un libro de una colección de arte que iba a marcar el destino de su futuro (los compañeros y amigos de su tribu urbana se encargarían del resto). El libro, de 1982, se titulaba “Los Graffiti”; su autor era el escritor Craig Castleman y estaba editado por la editorial Hermann Blume. El libro contaba las historias de los primeros graffiteros norteamericanos en la ciudad de Nueva York en la década de los 70’. Muros y trenes pintados y cientos de aventuras alrededor del mundo del graffiti. Yo había adquirido ese libro a principios de los 80’, en plena movida madrileña, seguramente convencido por la curiosidad de un tema nuevo para todos nosotros. En Madrid, conocíamos las firmas de “Muelle” y poco más en relación con el tema. No recuerdo, tan siquiera, haber leído el libro, pero éste durmió en mi biblioteca a la espera de su lector más inesperado. Mi hijo aún conserva este libro, un clásico en el tema. Y, como indicaba antes, las compañías, los amigos, y su pequeña tribu urbana se encargaron de fomentar y fortalecer una adicción que aún permanece en nuestros días. Los padres educamos a nuestros hijos esperando que éstos lleguen a su vida adulta convertidos en buenos ciudadanos, practicantes de lo que podríamos llamar una “vida buena”. Pero son los hijos, y las circunstancias, los que acaban inclinando la balanza hacia el lado más complicado, olvidando los consejos y las tribulaciones de sus cansados mayores. Lo curioso de la cuestión es que, a pesar del dilema que supone, yo siempre he estado muy orgulloso de mi hijo.
Yo siempre le he considerado, a pesar de las contradicciones, un verdadero artista. No hay que olvidar nunca que el graffiti es una actividad ilegal. Mi hijo acumula numerosas multas y ha sido detenido en varias ocasiones, en Madrid, Valencia o Londres. Yo hubiera deseado que mi hijo se decantara por una afición menos peligrosa, más tranquila, y nunca me han dejado de preocupar sus aventuras. Pero, como indicaba antes, en lo más hondo de mi conciencia, yo siempre le he considerado un artista. Y es justamente de esto de lo que trata este texto. De la relación que guarda el graffiti con el mundo del Arte y de la Estética. Y, por extensión, de sus acercamientos al mundo de la cultura o de la política (incluso la visión semiótica del mundo del graffiti siempre me ha parecido verdaderamente interesante). Los defensores de la propiedad privada, los políticos neoliberales, y los amantes de la Ley y el Orden, no están invitados a esta fiesta. Ellos, desde sus tribunas de opinión, desde sus medios de comunicación manipuladores y eficaces, ya han dejado clara su opción en numerosas ocasiones. Ya sabemos lo que piensan. Pero, ¿y el mundo oficial del Arte, y los teóricos de Estética, qué piensan del asunto? El graffiti, para ellos, ¿es arte o no es arte? Si tomamos, por ejemplo, la opinión del filósofo norteamericano George Dickie, autor de “El círculo del arte”, y responsable de la llamada “teoría institucional del arte”, “las obras de arte son aquellos artefactos que han adquirido un cierto estatus dentro de un marco institucional particular llamado “el mundo del arte”. El mundo del arte no tiene aquí un sentido acotado, sino que involucra a múltiples actores y estructuras sociales. Dickie sostiene que un artista invariablemente produce su obra inserto en la “institución del arte”, aun cuando pueda no estar en contacto con las instituciones particulares que la componen. “Hacer arte es una institución-acción y no implica de modo esencial ninguna institución-persona. Por supuesto, muchas instituciones-persona –museos, fundaciones, iglesias y cosas por el estilo- tienen relaciones con la producción de arte, pero ninguna institución-persona particular es esencial para hacer arte (…) Los pensamientos sobre el arte nunca están de modo consciente en la mente en ningún momento del proceso creativo, pero los artistas crean lo que hacen como resultado de su exposición previa a ejemplos de arte, de su instrucción en las técnicas artísticas o de su trasfondo general de conocimiento del arte”. De esta manera, Dickie niega la posibilidad de que exista un artista que pueda producir por fuera del “marco”, ya que esto equivaldría a vivir completamente por fuera de las instituciones sociales más básicas de la actualidad. Además del artista y el público hay otras personas que ocupan roles complementarios que son fundamentales para que exista el fenómeno “arte”: productores, directores de museos, marchands, periodistas y críticos, historiadores, teóricos y filósofos del arte. Todos estos protagonistas confluyen para constituir el mundo del arte. Dickie arriba así a una definición “circular” –de ahí el título de su libro- en la que cada uno de los elementos están interrelacionados, se presuponen y apoyan. Y aquí, justamente, hay que empezar a hilar muy fino. ¿Tiene que ver el mundo del graffiti con todo lo expuesto en la teoría de George Dickie? ¿Está el graffiti dentro de ese marco institucional particular llamado “el mundo del arte”? Veamos, por ejemplo, la compleja relación que mantienen el graffiti y las instituciones que conocemos como “museo” o “galerías de arte”. A los museos de arte contemporáneo de todo el mundo llegaron primero libros relacionados con el mundo del graffiti, pero casi en ningún momento se abrieron las puertas a exposiciones relacionadas con el tema. Algunos casos se han dado ya de exposiciones de graffiti en museos o galerías de arte, pero es que, además, el problema principal es que el espíritu del graffiti es contrario al museo; su lugar, explican los artistas, es el lienzo infinito de los muros de las calles y las ciudades. Sin embargo, ya en 1985, la galería Sidney Janis, en el Soho, Nueva York, especializada en obra de artistas de mucho prestigio, trajo consigo, en su primera visita a la feria de Arco, a seis de estos jóvenes pintores. Torrick Ablack, Toxic, uno de estos artistas del aerosol, empezó pintando en el metro cuando tenía 13 años. Tenía que esconderse de la policía, que le perseguía y arrestaba por hacer estos enormes diseños multicolores que cubrían lados enteros de los trenes subterráneos. “Ahora ya no me atraparían”, declaró unos años más tarde. Para salir de la cárcel tenía que pagar 5.600 de las antiguas pesetas; los diseños sobre lienzo de estos artistas cuestan ahora entre 720.000 y 2.520.000 pesetas aproximadamente. Ahora, quienes les persiguen son los galeristas, que han transformado el lienzo en práctica moneda de cambio. “Aun así -ha declarado Toxic mientras se balanceaba con la música break que lo acompaña desde su radiocasete día y noche-, yo prefiero pintar sobre metal, sobre cualquier objeto y no sobre lienzo”.
Podríamos poner otros ejemplos parecidos al de Toxic, pero la realidad es que la relación graffiti-museo es cuanto menos conflictiva. Un caso curioso, como todo lo que rodea a este anónimo artista (aun hoy en día oculta su identidad real al mundo en general) es el de Banksy. Su entrada en el mundo de los museos fue mucho más original y más compleja. Si bien Banksy ya había expuesto en diversas galerías de arte, donde su obra es muy apreciada tanto artística como económicamente, también es conocido por haberse introducido, disfrazado, en numerosos museos de todo el mundo, para colgar algunas de sus obras de manera clandestina. De este modo, ha colocado obras suyas en la Galería Tate Modern de Londres, el MOMA (Museum of Modern Art), Museo Metropolitano de Arte, el Museo de Brooklyn, el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, el Museo Británico de Londres, etcétera. En mi última visita a Londres, hace ya unos años, me encontré en una importante librería del centro de la ciudad, una guía turística, con planos y mapas incluidos, donde se podían situar, y visitar posteriormente, algunas de las mejores obras del artista británico, que aún se conservan, intactas y respetadas, en los muros donde fueron pintadas. En fin, este es un breve resumen de la relación graffiti-mundo del arte. Ya sabemos, más o menos, lo que piensan unos y otros sobre el asunto. La pregunta, en cambio, sigue siendo la misma. Graffiti, ¿arte o vandalismo? A mí, en cambio, siempre me ha preocupado resolver la contradicción y entender, de una vez por todas, la filosofía del graffiti. Porque el graffiti, además, sus normas y sus claves, constituyen, sin lugar a dudas, lo que podríamos llamar una “forma de vida”. Quizá, donde mejor se puede llegar a expresar, y a entender, en qué consiste este “estilo de vida” es en este pequeño escrito de un protagonista del graffiti, Ashes, en un texto que lleva por título “Poesía y Vandalismo”, publicado en la Revista Virus Graffiti, en abril de 2005. Escribe Ashes: “El graffiti es espiritualidad divina, el yingyang, el bien, el mal, eso es el graff, no es resistencia, no soy ningún borrego que escribiendo algo voy a cambiar la manera de pensar de la gente, no voy a cambiar el mundo con ello… que cambie el mundo, más no mi manera de sentir… ¿y para qué sirve?, ¿y para qué lo hago? El graff sobrepasa la escritura, es un momento en que comparto con mi gente lo que soy, lo que quiero, un momento en familia. Es tanto un ave fénix, es tanto una carta de amor, es tanto una flor del frío, es tanto un sueño, un tanto un iris testigo de los días, es tanto y demasiado, y es tanto y simple como el momento”. ¿Acaso han leído alguna vez una mejor definición de en qué consiste el universo graffiti? En cuanto a la relación del graffiti con el mundo del arte, no hay nada mejor que leer las palabras de Banksy al respecto: “¿Si el graffiti será juzgado en el mismo nivel que el arte moderno? Por supuesto que no: Es mucho más importante que eso”.

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