viernes, 10 de marzo de 2017

EL SEXO QUE HABLA

Osvaldo Lamborghini (Buenos Aires 1940-Barcelona 1985) fue un escritor y poeta argentino. Como recuerda César Aira en “Osvaldo Lamborghini y su obra” la primera publicación de Osvaldo Lamborghini, poco ante de cumplir los treinta años, fue ‘El fiord’; apareció en 1969 y había sido escrito unos años antes”. No recuerdo haber leído, en castellano, un texto tan complejo, tan provocativo, tan duro, un texto tan cargado de carne, sexo, pelos, vómitos, etcétera; un texto tan “orgánico”, tan desmadejado y, a la vez, tan dificil, hasta el punto de que uno se ve obligado, a veces, a abandonar la lectura por cansancio, y sólo decide volver a ella más tarde, pasado un tiempo, para intentar recuperarse, sin aliento, de la sorpresa, e intentar llegar al final del asunto.
El chileno Roberto Bolaño, en “Derivas de la pesada”, no se deshace, precisamente, en elogios, cuando reflexiona sobre esta obra de Osvaldo Lamborghini: “Lamborghini –escribe Bolaño- es una cajita que está puesta sobre una alacena en el sótano. Una cajita de cartón, pequeña, con la superficie llena de polvo. Ahora bien, si uno abre la cajita lo que encuentra en su interior es el infierno. Perdonen que sea tan melodramático. Con la obra de Lamborghini siempre me pasa lo mismo. No hay cómo describirla sin caer en tremendismos. La palabra crueldad se ajusta a ella como un guante. La palabra dureza también, pero sobre todo la palabra crueldad. El lector no avisado puede vislumbrar un juego sadomasoquista propio de esos talleres literarios que las almas caritativas y de vocación pedagógica organizan en los manicomios. Es posible, pero se queda corto. Lamborghini siempre va dos pasos más adelante (o más atrás) que sus perseguidores”. “De pocos libros –concluye Bolaño- puedo decir que huelan a sangre, a vísceras abiertas, a licores corporales, a actos sin perdón”. Aira, por su parte, más cercano a los planteamientos estéticos de Lamborghini, escribe: “(El fiord) era un delgado librito que se vendió mucho tiempo, mediante el trámite de solicitárselo discretamente al vendedor, en una sola librería de Buenos Aires. Aunque no fue nunca reeditado, recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un mito. Se trataba, y sigue tratándose, de algo inusitadamente nuevo. Anticipaba toda la literatura política de la década del setenta, pero la superaba, la volvía inútil. Incorporaba toda la tradición literaria argentina, pero le daba un matiz nuevo, muy distinto. Parecía estar encabalgado entre dos puerilidades: la anterior, fundada en la media lengua infantil de la gauchesca y el acartonamiento de funcionarios de nuestros prohombres literarios y la posterior, con sus arrebatos revolucionarios siempre ingenuos. De pronto descubríamos que incluso Borges, muy en la línea inglesa, se había autolimitado a la literatura ‘para la juventud’. Los únicos antecedentes que valía la pena mencionar eran Arlt y Gombrowicz. Pero a diferencia de ellos Osvaldo no se ocupaba del problema de la inmadurez; parecía haber nacido adulto. Secreto, pero no ignorado (nadie pudo ignorarlo), el autor conoció la gloria sin haber tenido el más mínimo atisbo de fama. Desde el comienzo se lo leyó como a un maestro”. El deseo por clasificar sus textos llevó a Néstor Perlongher a interpretar su imaginario a través de la estética del “Neobarroco”. Según Severo Sarduy, el Neobarroco sería “aquel movimiento común de la lengua española que tiene sus matices en el Caribe (musicalidad, gracia, alambique, artificio, picaresca, que convierten al barroco en una propuesta, todo por convencer) y que tiene sus diferentes matices en el Río de la Plata (racionalismo, ironía, ingenio, nostalgia, escepticismo psicologismo)”. Si los textos de Lamborghini no resultan fáciles, ni, en ocasiones, agradables, en mi opinión sus objetos estéticos tampoco escaparían de lo que yo llamaría cierto “feísmo”, un uso, y abuso, de los contenidos explícitos del sexo, los órganos del cuerpo, de cierta violencia indiscriminada de los gestos, los colores, las técnicas, etcétera. Alan Pauls escribe, a propósito de “El sexo que habla”, y de las ficciones de Osvaldo Lamborghini: “Pero las joyas abyectas eran la especialidad de Lamborghini. En sus ficciones se fornica sin parar, se sodomiza a diestra y siniestra, se viola, se tajea, se mutila; fluidos de toda clase acometen alegremente los intercambios más aventurados. Pero esos trances de intensidad y violencia son la vía regia de una experiencia que, perturbados, espantados incluso, nunca pudimos no llamar sublime. Nadie llegó tan bajo y tan alto al mismo tiempo. Hoy leemos El fiord (1969), Sebregondi retrocede (1973) o Tadeys (1994), meras ficciones hechas de palabras, como prodigios de una monstruosidad tridimensional, engarzada –palabra que Lamborghini habría apreciado, a tal punto tiende a desertar de su jerga propia, la de la joyería, para retozar en la jerga impropia de la obscenidad– en un cuerpo carnoso, versátil, polimorfo, que nunca antes habíamos visto desplegarse así, y flexionarse y retorcerse y darse vuelta, como si solo en esos paroxismos, cerca de reventar o desmembrarse, accediera por fin a su potencia más secreta. Ese cuerpo, por supuesto, no es otro que el de la lengua”. Para leer a Osvaldo Lamborghini, para sumergirse en sus objetos estéticos, en su provocación perpetua, en su mundo secreto, uno debe contener primero la respiración y obligarse a no apartar jamás la vista de lo expresado, obligarse a mantener los ojos muy abiertos, el sexo abierto y preparado para la subversión, la desmantelación de prejuicios, la violación de las normas, la deconstrucción de la gran costumbre. Uno debe estar preparado para sumergirse en un mundo del que nunca se regresa de igual modo, del que se renace a expensas de la sorpresa y de la fornicación de todas las estructuras y de todas las normas. “El sexo que habla” nos dice cuestiones concluyentes: “Nunca se logrará comprometer a la política”. “El sexo que habla” invita a la subversión de todos los cánones previstos, deterministas, y de todas las formas de la previsión y de la pasividad del arte. “El sexo que habla” concluye: “Me dan miedo los leones, de un barroco atragantado y sin lodo. Limpito, incapaz de reírse. Demasiado arte, de todos modos. Habrá que irse a otra parte”.

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